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A qué viene opinar de todo y a todas horas. Que alguien le ponga freno, madre mía. De todo sabe. Y con esa voz cazallera que gasta, temo que me reviente el único tímpano que aún conservo sano, así que me lanzo y le informo de que soy de menos hablar y de más actuar. Se lo digo sin acritud, mientras unto la cachuela y echo una ojeada a la fauna que transita por el paseo de San Francisco a la hora del vermú. Porque este hombre lo va a arreglar todo. Ya mismo. Y no le achanta nada. Eso sí, la siesta, matiza en un ataque de sinceridad que le empaña los ojos, no la perdona. «Que la siesta es intocable». Y más con este tiempo que disfrutamos, claro, si no que se lo digan a un neozelandés de turismo por estos lares, que se cuece en verano, y en otoño no sabe si ponerse el chubasquero o rescatar las bermudas de la parte alta del ropero. Hombre, le digo, igual que el calor o el frío no se van, los problemas ni cesan ni desaparecen en las horas de la siesta. Sin embargo, este hombre, al que le asiste toda la razón del universo por mandato divino, no atiende más allá del tic tac de su corazoncito. Total, que le pregunto por la corrupción, que ese tema seguro que lo controla como nadie, y me dice que eso se arregla con unos políticos en condiciones. Le digo que es obvio, pero qué dónde los encuentras. Que los hay, me corta, muchos, gente honrada, pero, claro, lo de meterse en política como que no. Así que, en un último intento de llevar el sentido común al boniato que tiene por cerebro, le señalo que, como nadie en condiciones se mete en política, por utilizar sus mismas palabras, nos gobiernan los mismos de siempre, y así nos va, que no escarmentamos. «Yo es que como no voto», me replica, «no tengo la culpa de que estén los que están». Evidentemente, le digo, la culpa es de los demás. Como siempre, sentencia el gachó.

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