Un, dos, tres, pollito inglés

Cada vez me cuesta menos imaginar cómo fueron de cafres algunas personas adultas que parece que nacieron con la edad que tienen en el presente. Suelen presumir de cerebros infantilizados y de un escaso sentido de la responsabilidad, por lo que todo lo que hagan regular o directamente mal, siempre –no falla– será culpa de los demás, a saber: el vecino que aconseja, la hermana mayor tan protectora, el cuñado enterao, la profesora de alemán, el compañero de trabajo que se explicó mal, el alcalde que no ejecuta el bando con presteza o el presidente del Gobierno que dijo una cosa y la contraria. También suelen presentar una nula capacidad para reconocer que no tienen ni la menor idea de lo que están hablando. Porque se perciben como 'cabezas pensantes', es decir, opinan de cualquier tema, aun siendo (muy) profanos en la materia. Por eso niegan, por ejemplo, el cambio climático, o te sueltan, sin inmutarse –porque se actualizan cada minuto–, que el paté ibérico está más barato en tal supermercado y tú sabes perfectamente –porque lo has comprobado 'in situ'– que no es verdad y, ni aún así, enarbolando la bandera empírica –ticket en mano, incluso– dan marcha atrás. No me cuesta, ya digo, que con la que está cayendo en el mundo con el virus puñetero, haya cabezas de chorlito que se pongan a hacer verónicas en medio de la avenida Ricardo Carapeto o les dé por pasear al perro dieciséis veces en Cerro Gordo con las zapatillas de andar por casa que no se quitan ni bajo pena de muerte. Así que cuando mi hijo me pregunta que «cuánto es vivir suficiente», le digo que se asome al balcón para encontrar la respuesta. Y tras asomarse, cito de memoria, la conversación es la que sigue:

–Papá, si ahora te mueres en el juego del pollito inglés, ¿es verdad que te has muerto?

–Sí, pero si te estás bien quieto es probable que no.