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SERGIO LORENZO
Domingo, 8 de enero 2017, 09:38
Curiosamente, fue un natural de la villa de Cáceres el primero en España al que su sentencia de pena de muerte en horca 'se mejoró' por otra en garrote, alegando caritativos motivos...». Lo cuenta José Luis Hinojal Santos en su interesante libro 'Historias y leyendas de la vieja villa de Cáceres', que está en las librerías desde finales del pasado mes de octubre.
El psicólogo José Luis Hinojal (Cáceres, 1966), profesor-tutor en el Centro Asociado de Plasencia-Cáceres relata lo que le ocurrió a Antonio Rodríguez, que tenía 24 años en julio de 1814, cuando entrando en una propiedad ajena robó 4.500 reales y 'violentó' a una criada que le sorprendió. Le cogieron porque empezó a vivir como un marqués, se compró un frac y un sombrero y gastaba con alegría los reales en casas de juego. Le juzgaron y le condenaron a morir en la horca.
Al enterarse de su futuro, el desgraciado no paró de pedir clemencia para que no le ahorcarán, una muerte que se consideraba por entonces demasiado cruel al llegar los condenados a tardar bastante en morir, tanto que algunos familiares de reos pagaban al verdugo para que se colgara de los pies del ahorcado para acortar su agonía.
Los directores espirituales que atendían a Antonio Rodríguez pidieron al rey Fernando VII que hiciera algo por este desdichado, y el rey se 'apiadó' de él, concediéndole la gracia de morir a garrote. «Al enterarse - cuenta José Luis Hinojal - Antonio Rodríguez no pudo contener su emoción y entusiasmo, arrojándose a los brazos del sacerdote que le auxiliaba y llorando de nuevo desconsoladamente le dio sobradas gracias por el 'beneficio'. ¡Nunca otra persona recibió con tanta alegría y gratitud noticias tan funestas relativas a su ejecución!». Pasó a mejor vida el 5 de septiembre de 1814.
Otro Antonio Rodríguez, de segundo apellido González, es el que hace unos pocos años estudió a la Cofradía de la Caridad de Cáceres, que se encargaba de atender a los condenados a muerte, que fueron bastantes, ya que en Cáceres se montaba bastante a menudo el patíbulo al ser desde 1790 la sede de la Real Audiencia de Extremadura (ahora Tribunal Superior de Justicia de Extremadura). En este estudio se analizan 80 condenas a muerte en Cáceres desde 1792 hasta 1909, de los que el 65% murieron ahorcados, siendo el resto ajusticiados a garrote salvo un fusilado. Entre los 80 ajusticiados sólo hubo cuatro mujeres.
La horca era mal vista en el caso de las mujeres, según se cuenta porque siempre había hombres y niños que se entretenían en ver las piernas a las mujeres en su balanceo de muerte. Lo cierto es que el 24 de abril de 1832 Fernando VII abolió la pena de muerte por horca, sustituyéndola por el garrote; un sistema sencillo, en el que se colocaba al condenado un collar de hierro unido a un tornillo, que se movía con una manivela. Tras dos o tres vueltas el reo moría al romperle el cuello.
El garrote se utilizó por última vez en España el 2 de marzo de 1974, cuando se ajustició al anarquista Salvador Puig y al delincuente Georg Michael Welzel que asesinó a un guardia civil.
Las ejecuciones en Cáceres se realizaron sobre todo en Peña Redonda (en la actual Plaza del Alcalde Antonio Canales), para luego hacerlas en la Plaza Mayor, junto a la Torre de Bujaco, y después en el Paseo Alto. Hay entendidos en la historia de Cáceres, que señalan que la calle Piedad lleva precisamente este nombre, porque los cacereños se arremolinaban en esta vía que comunica la Plaza de Obispo Galarza con la Peña Redonda, porque por aquí pasaba el reo antes de su muerte, pidiendo piedad para él.
Cáceres debía de ser uno de los sitios de España con más ejecuciones, ya que a finales del siglo XIX había cinco verdugos en este país: En Madrid 'trabajaba' Áureo Fernández; en Barcelona, Nicomedes Méndez López; en Sevilla, José Fernández; en Burgos, Gregorio Mayoral; y en Cáceres, Saturnino de León.
Esto parecía para algunos un gran dispendio. En 1901 el periodista Eusebio Blasco se quejó de ello en un artículo en el Heraldo de Alcoy, indicando que en España se había bajado de tener once verdugos a cinco, pero seguían siendo muchos porque en otros países sólo había uno para toda la nación. Afirmaba que esos cinco verdugos (uno de ellos en Cáceres), tenía cada uno de ellos un sueldo de entre 10.000 a 12.000 reales, «que no los gana ni los ganará nunca un maestro de escuela». Eusebio Blasco, que no era partidario de la pena de muerte, insistía que en España:
«Con un verdugo basta y sobra, y que sea del género de aquel que los dejaba 'como en visita', y no como el tío Manuel, el de Zaragoza, que daba las tres vueltas despacio, y si oía o notaba sufrimiento en el reo, decía:
- ¡Calla delicao!».
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