Juan Antonio Cáceres Pajuelo, conocido por su empresa de catering en la capital cacereña, se aproxima hasta la entrada de la finca Cantarrana y se dirige a dos niñas rubias que a media mañana montan en bicicleta dentro del recinto. Él levanta el pulgar de ... su mano derecha para indicar que todo va bien. Ellas le miran, sonríen y comienzan a pedalear. A continuación, abre la cancela y espeta: «Bienvenidos a territorio ucraniano».
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Durante cuatro días esta finca situada en la parte de la solana baja de la Montaña, muy popular por acoger durante un tiempo la celebración de bodas, ha sido el hogar de 22 refugiados ucranianos que han escapado de la guerra de su país.
Juan Antonio, su hermana María y sus respectivas familias han compartido desde el pasado martes sus viviendas, situadas dentro de este recinto rural, con madres que han dejado todo atrás en compañía de sus hijos. Además, han instalado en una habitación grande que había en el recinto varias literas para dormir y han habilitado una cocina provisional en un cuarto cercano. «Queríamos que sintieran que tenían un hogar y una familia que les da cariño. Les hemos abierto las puertas y el corazón», afirma el empresario.
Estos refugiados llegaron a la capital en tren el pasado día 15. Y hasta este viernes permanecieron en casa de los Cáceres Pajuelo, hasta que el protocolo oficial de la administración les ha proporcionado otro techo para alojarse en la ciudad. Asegura Juan Antonio que la burocracia no es siempre lo rápida que debería y que la urgencia y la necesidad de actuación le llevaron a tomar cartas en el asunto.
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Está feliz, muy enriquecido con la experiencia y orgulloso por su aportación. «La mirada de los niños ha cambiado estos días», cuenta mientras sujeta en brazos a Samuel, un bebé de año y medio. Es el hijo pequeño de Inna, una mujer de 39 años que se ha desplazado con sus nueve hijos. El mayor, Bohdan, tiene 17. Se ha librado por los pelos de la aplicación de la ley marcial en Ucrania, que impide la salida de los hombres del país con edades comprendidas entre los 18 y los 60 años. El padre se ha quedado como voluntario en Ucrania. Es pastor de la iglesia evangélica. Por su condición de estar al frente de una familia numerosa podría cruzar la frontera, pero ha preferido no hacerlo para ayudar. Son de Chernigov, una ciudad del norte que ha sido bombardeada.
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En esta historia hay una persona clave. El nexo de unión entre los hermanos Cáceres Pajuelo y los 22 refugiados es Lubi, una ucraniana que reside en la capital cacereña desde hace ocho años. Gestiona la tapería La Sonata en El Vivero y, además, trabaja como traductora para Accem, organización sin ánimo de lucro especializada en la atención de personas refugiadas, migrantes y en riesgo de exclusión social con sede en Cáceres.
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Lubi puso rumbo a la frontera de Polonia como integrante de un convoy humanitario. Una vez allí, contactó con su madre y su sobrina para que salieran del país. Y, a través de su red familiar, también encontró a Inna, a sus nueve hijos y a otros compatriotas dispuestos a abandonar Ucrania. Todos no cabían en el vehículo del viaje de ida y, como pudieron, pusieron rumbo a España en avión, tren o autobús. Quedaron en Barcelona para reunirse. Y aquí se encontraron con otra familia ucraniana que decidió sumase a ellos.
Y así fue como llegaron el martes a la estación de ferrocarril de Cáceres –el trayecto en tren ha sido gratuito –, donde Juan Antonio les estaba esperando para llevarlos en coche hasta Cantarrana, donde han permanecido rodeados de animales y naturaleza, hasta que ayer Accem pudo ya proporcionarles alojamiento en un hotel de la ciudad. Tienen su situación regularizada tras pasar por la Policía. Ahora su anfitrión está dispuesto a brindarles trabajo en las cocinas del catering.
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