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«Sé que hay una querella por lo que he leído en el periódico, pero no he recibido nada. No sé ni de qué se me acusa». Fue la respuesta de un hostelero a este diario en 2011 tras conocerse que los vecinos de la Madrila habían abierto de forma definitiva la vía judicial. En esa zona de ocio se acumulaban más de 300 denuncias a bares en dos años, 2009 y 2010. Solo ese empresario, según los datos oficiales, sumaba en su local 70.
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El juicio tardó seis años en celebrarse pero concluyó con una sentencia demoledora. Nada menos que dos años y cuatro meses de prisión. Así fue para él y otros 10 hosteleros con condenas varias y especialmente duras, aunque la querella inicial afectaba a 16. También se condenó a la exalcaldesa Carmen Heras y al exconcejal Carlos Jurado, en un fallo en primera instancia que se conoció en enero de 2018. La próxima entrada de los empresarios en prisión es el capítulo final de un caso que deja damnificados en todos los frentes.
Vecinos enfermos, otros ya fallecidos por enfermedad, hosteleros que perderán en cuestión de días su libertad, políticos puestos en entredicho pese a que durante su mandato se tomaron medidas que han tenido un reconocimiento general. Con Heras como regidora, por ejemplo, se restringió el tráfico a la Plaza de Albatros y se modificó la legislación. Hasta los teóricos vencedores de un litigio que ha durado más de una década optan por no sacar pecho. Han recibido sus indemnizaciones y han ganado la batalla judicial, sin embargo, llevar a la cárcel a quienes a ellos les hicieron perder su calma y descanso durante tanto tiempo tampoco es un objetivo que les genere un estado de euforia general. La discreción con la que se mueve por el asunto el presidente de Cacereños contra el Ruido es el mejor ejemplo. Fernando Figueroa sustituyó al frente del colectivo a Antonio Durán, el hombre que activó las movilizaciones cuando todos los afectados parecían resignarse a sufrir en soledad noches en vela de jueves a domingo ante los decibelios multiplicados que surgían de la Madrila, la zona más visitada de la movida cacereña. Durán, ya fallecido, lideró las reivindicaciones vecinales, al principio desde la asociación de vecinos de la Madrila que preside Miguel Salazar. Sin embargo, las discrepancias sobre la línea que debían seguir les separó. Los vecinos aprobaron en 2007 acudir a los juzgados pero esa decisión se demoró. Un año después nació Cacereños contra el Ruido. Abrió varios frentes. Acudió al Defensor del Pueblo. En 2009 llevó la movida ante el Seprona y la Fiscalía, que inició diligencias de investigación. Dos años después logró tumbar en los tribunales la ordenanza del ruido, una norma que había modificado el Gobierno socialista de Carmen Heras precisamente para mejorar la convivencia entre vecinos y tratar de conciliar el ocio con el derecho al descanso. No funcionó y fue la primera gran victoria judicial.
La otra, la que condenaba a la alcaldesa, el concejal de Seguridad y los 11 hosteleros, tardó más en llegar pero fue contundente. El juez concluyó que los acusados conocían la situación producida y no aplicaron las medidas necesarias. «Mi casa temblaba», reseñó durante el juicio un afectado que durmió durante años en una vivienda situada sobre cuatro bares. Algunos residentes relataban que hasta podían escuchar las conversaciones de los baños.
Mientras que unos empresarios, de entrada, no realizaron obras de insonorización, otros directamente mantuvieron su línea de actuación. Lo hicieron incluso pese que sobrepasan la hora de cierre y la Policía Local se presentaba en sus locales. Algunos incumplieron la orden de precinto de los equipos de sonido. Antes de ese fallo ya hubo otro. Fue en marzo de 2008, cuando la Audiencia Provincial ordenó el cierre cautelar de ocho locales de la Madrila. «¿Por qué se nos va a condenar a vivir con las ventanas cerradas?», se preguntaba Antonio Durán solo unos meses antes de morir. Sus compañeros mantuvieron su palabra de llevar la denuncia hasta el final. Lo que no cabía esperar es que hubiese un final tan duro, con familias rotas, negocios arruinados y vecinos que tuvieron que vender sus casas porque ya no podían aguantar más. 12.000 firmas pidieron el indulto para los hosteleros.
El Gobierno lo denegó. La entrada en prisión de esos empresarios, conocidos por todos, vecinos, amigos, maridos, hijos o hermanos a la vez, supone para la ciudad un tremendo golpe difícil de asimilar. Prevalece el silencio y de fondo el dolor. Quizás como resumen del gran fracaso de no haber sabido gestionar durante décadas un problema grave para unos cuantos, provocado por muchos y que muy pocos se tomaron en serio.
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