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De Madrid, una ciudad con más de tres millones de almas (más de seis en toda la Comunidad), a la pequeña Cáceres, a la que aún le falta rascar unos cuantos miles para llegar a los 100.000. Del Portillo a la Arganzuela (ubicaciones que ... cita la letra del chotis 'Pichi') a la calle Caleros o Caminito Llano (alusiones de la jota-himno El Redoble).
Para muchos cacereños la capital de España es ese lugar en el que se llega para triunfar. Sin embargo, hay muchos madrileños que han hecho el camino contrario y que por motivos laborales y sin tener vínculos con la ciudad han establecido su residencia aquí. En concreto, y según los últimos datos disponibles, del padrón municipal de 2021, de las 1.203 altas que se produjeron ese año, 99 eran originarios de la capital de España, siendo el 29% de las procedencias más relevantes. Según el INE en la provincia hay un aproximadamente 13.000 madrileños. Mañana, 2 de mayo, es el día de la Comunidad de Madrid y HOY ha hablado con madrileños que ya son un poco (o bastante) cacereños.
David Cano Novoa llegó a Cáceres 2003, con solo 22 años. Recién terminada la carrera este óptico-optometrista recibió una oferta. «Me llamó mi jefe, necesitaban dos ópticos y me vine con un amigo». Este año cumple dos décadas en esta ciudad que le planteaba, como primer reto, su tamaño. «Al principio, cuando llegas de Madrid te parece un poco pequeño, pero provengo de familia de pueblo y en realidad no me costó acostumbrarme».
Sí sentía David en esos primeros años del siglo XXI cierto déficit en la oferta cultural y de ocio. «Había menos donde elegir y no podías salir de marcha en distintas zonas», pero lo que más echaba de menos de Madrid era la parte afectiva: familia y amigos.
Y luego pasó lo que suele pasar en determinados momentos de la vida, a cierta edad. «En un principio venía por un año, dos nos parecía mucho a mí y a mi amigo, pero estaba a gusto, me eché pareja y tuve dos hijos», cuenta con media sonrisa en Opticalia, su lugar de trabajo en la avenida de España.
Dice que ha tenido que responder «muchas veces» a la pregunta de por qué siendo madrileño eligió Cáceres para echar la vida. «Normalmente es al revés, y al principio chocaba, se nota por el acento que no eres de aquí, aunque ya tengo mucho». Pero, explica, se sintió acogido, notaba que había curiosidad, sin más. «A lo mejor la gente se extrañaba más porque tenía el pelo largo y era muy jovencito», bromea. Pronto encontró su tribu. «En Cáceres tengo la familia que he formado y mis amigos».
Más reciente ha sido la llegada a la ciudad de Juan Manuel Pérez (1976), uno de los cuatro directores científicos del Centro Ibérico de Almacenamiento Energético (CIIAE), que ya funciona en su sede provisional de la Escuela Politécnica. Este científico llegó en enero de 2022 a Cáceres y trasladó su hogar desde Pinto, una población madrileña de 54.000 habitantes, al sur. No llegó solo. Junto a él se trasladó su pareja y sus dos hijos de cuatro y nueve años.
«No consideraba que viviera en el meollo de Madrid sino en una localidad más pequeña», explica este ingeniero químico, director del departamento de almacenamiento eléctrico del CIIAE. En su adaptación a este nuevo espacio valora haberse quitado los 120 kilómetros que recorría todos los días desde su casa a su puesto de trabajo en Guadalajara. «Ahora estoy a cinco minutos con atasco», bromea. «Hay que acostumbrarse al ritmo diferente, pero no tengo la sensación de que haya sido un traslado a un sitio remoto, esto sigue siendo España».
Apunta un detalle que le llamó la atención cuando llegó, y es la parálisis de los domingos. «No están abiertos los comercios, es comprensible desde el punto de vista de la conciliación de los empleados, pero es algo a lo que hay que acostumbrarse, en Madrid tienes abierto todo». Observa también dificultades para encontrar un piso óptimo de alquiler de forma rápida. En el lado positivo señala la agenda cultural. «Nos encantó el Mercado Medieval».
A la periodista madrileña Clara Paolini, de 37 años, le dio buena espina el recibimiento que tuvo cuando en pleno agosto de 2020 se mudó a Cáceres para empezar a trabajar como técnico de comunicación y marketing en el Museo Helga de Alvear. «Sin conocernos de nada nuestros vecinos se dirigieron a nosotros, terminaron enseñándonos la ciudad y nos fuimos con ellos de cañas», rememora.
A sus espaldas un largo periplo por Reino Unido, Estados Unidos, Sudáfrica (donde conoció a su marido) o Latinoamérica. «He vivido en muchos sitios del mundo, jamás me hubiera imaginado vivir aquí y aquí estamos». La pandemia tuvo mucho que ver. «Mi marido nació en una granja de Sudáfrica, odiaba Madrid, el Metro...pasamos la pandemia en un piso muy pequeño, nos apetecía irnos a otro sitio». Encontró la oferta del Museo, solicitó la plaza y logró el trabajo, «no lo esperaba, pero el destino nos ha puesto aquí y estamos felices».
«Para nosotros la etapa de vivir en Madrid se estaba llenando de desventajas, es algo que me ha pasado en otras partes del mundo, como en Nueva York, donde hay una competitividad enorme, todo el mundo quiere el mismo piso y el mismo trabajo que tú».
Le gusta formar parte de un proyecto tan ilusionante como el Helga de Alvear, que ha hecho «crecer a la ciudad». Y aclara que no le convence demasiado esa dicotomía entre la periferia y el centro, porque considera que cada cual tiene que «construirse su propio centro». El suyo, sin duda, ya está en Cáceres.
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