Sonrió bajo su gorro azul de natación, se repanchigó en el jacuzzi extendiendo los brazos sobre el borde, y mientras saltaba el agua burbujeante Manuel Caridad sentenció: «¡Qué bien se está, cuando se está bien!».
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–Estarás bien tú, cabrito, que aquí estamos más gente, ... y casi me has dado con un pie en ciertas partes», protestó Guinea.
Yo era otro de los que estaba remojándome con otro gorro azul en la cabeza; también Ana, la novia de Guinea. Los cuatro pasábamos dos días de vacaciones en Baños de Montemayor, acompañando al maltrecho Caridad, que insiste en esquivar a la muerte con promesas de peregrinar a Guadalupe y «tomando las aguas», que así hablaban los que hace un siglo iban al famoso balneario de la provincia de Cáceres a curarse de sus dolencias. «A ver si os enteráis –nos había dicho unas semanas antes el cascarrabias–. Hace un siglo, en los famosos años 20, la gente que tenía posibles iba de veraneo a San Sebastián o al balneario de Baños de Montemayor, que entonces explotaba el espabilado de Alejandro Lerroux, que fue tres veces jefe del Gobierno con la II República. Mucha gente prefería el agua caliente de Baños, con sus 43 grados, porque además está demostrado, desde la época de los romanos, que es agua que cura». Una y otra vez nos dijo que sus aguas medicinales sanan la artrosis, el asma, las lumbalgias, la psoriasis, enfermedades respiratorias y de locomoción.
No paró hasta que no nos vio metidos en las termas. Pagamos cada uno 27,50 euros por 90 minutos de tratamiento. Pasamos primero por una ducha con chorros laterales ascendentes, nos dimos hielo por el cuerpo, después el jacuzzi, luego cruzamos un pasillo con chorros laterales y más tarde pasamos a las dos piscinas de las acogedoras termas. No estuvo mal. Nos sorprendió que éramos de los clientes con más edad ya que aún no estábamos en los meses de las vacaciones del Imserso. Haciendo el recorrido había sobre todo jóvenes parejas de novios y matrimonios con niños pequeños.
Teníamos habitación en el 'Gran Hotel Balneario'. Un enorme hotel antiguo que está bien reformado. Había muebles hermosos, como una mesa cuyo cristal sujeta una sirena de bronce. «Este hotel de más de cien habitaciones tiene casi un siglo, –nos explicó Caridad–. Se construyó en 1927; pero aquí al lado está el que algunos consideran el hotel más antiguo de Extremadura». Era por la tarde, estábamos relajados gracias a los efectos de las aguas sulfurosas, y Caridad nos llevó al Hotel Eloy, abierto en 1878, que tiene en su fachada una nudosa parra que lleva allí más de 140 años. Entramos, y el compañero nos enseñó un antiguo juego de té sobre un mueble. «En el año 1916 estuvo aquí la infanta Isabel de Borbón, la hermana de Alfonso XIII conocida como 'La Chata', y para servirle el té los dueños del hotel compraron esta vajilla».
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Luego fuimos a la terraza del Bar Carlos, donde cenamos con unas sabrosas tapas mientras el rejuvenecido Caridad nos enseñaba la foto de 'La Chata' en un libro que llevaba, el de Pablo Vela sobre el balneario de Baños. A Salvador Guinea le gustaron las imágenes de hace un siglo de Baños, fijándose Ana en que en una del 'Círculo de Recreo' había un cartel que señalaba que en el establecimiento se hablaba francés. En el libro se cuenta que a principios del siglo XX, esta localidad tenía ya hoteles, pero había más de 300 casas de huéspedes que vivían de los turistas. Muchos de ellos venían en tren. La primera locomotora llegó en 1894. Los viajeros tardaban entonces 10 horas desde Madrid. En 1984 el tren dejó de traer pasajeros, y en 1996 mercancías.
Durante la cena el compañero nos comentó que igual que nosotros, allí habían «tomado las aguas» Sagasta, el que fue varias veces presidente del consejo de ministros entre 1870 y 1902; el escritor Juan Eugenio Hartzenbusch (1806-1880) autor de 'Los Amantes de Teruel'; en 1903 estuvo Unamuno y en 1922 Alfonso XIII camino de Las Hurdes.
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Al día siguiente, por la mañana, Caridad aprovechó para hacer otro circuito termal, este ya de casi dos horas con masaje (en total 50 euros); mientras yo me dedicaba a pasear por el pueblo, donde me extrañó ver edificios separados cuyas esquinas se tocaban, como si las casas se besaran; y Guinea, acompañado por Ana, disfrutaba sacando fotos de algo que no había visto en ningún lado. «Es asombroso –decía–. Aquí la gente que va al balneario se pasea en albornoz por la calle con toda normalidad, y parece que el pueblo es un gigantesco cuarto de baño».
A la una nos fuimos a Hervás, y comimos en el Restaurante Nardi. Pocas veces vi tan feliz al compañero que tiene leucemia. Fue feliz hasta que en medio de la comida se nos apareció Sanjosé. Estuvimos tan tranquilos, hablando de lo divino y lo humano, hasta que el difunto le dijo a Caridad:
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–Oye. Ahora que tenemos a mi nieto bien encarrilado, que ha dejado las drogas y está trabajando de pinche en una tapería en Cáceres... ¿Por qué no te vienes conmigo?
–¿Cómo? –Le contestó Caridad casi atragantándose– ¡¿Qué me muera?! ¡Tú estás tonto!
–Pero... ¿Qué más te da? No se está tan mal muerto. Mírame a mí.
–Ya te veo, ya. Vamos a ver. ¿Tú puedes comer el gazpacho de fresas de Casas del Monte con sardina ahumada que está tomando Ana? ¿O el pastrami de presa ibérica con maracuyá del Chispacero? ¿O los pimientos extremeños a la leña con anchoas que tiene delante el Juntaletras? ¿O el cochinillo crujiente con naranjas que me estoy metiendo entre pecho y espalda? ¡¿A qué no puedes?!
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–Pues no. Los muertos no podemos comer; pero... –dijo el finado.
–Pues no me interesa. Eres un envidioso. Siempre te ha gustado comer y beber; ahora no puedes y no nos dejas a nosotros disfrutar comiendo. Mira... ¡Ya te puedes ir yendo!
–Hombre, morir te tienes que morir... –murmuró Sanjosé mientras se desvanecía.
–¡Pero lo más tarde posible, aguafiestas! Con lo bien que estaba. Desde luego... ¡Qué poco dura la alegría en la casa del pobre! ¡Me cago en mi estampa!
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