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Estar en casa y de repente, de la noche a la mañana, tener que coger lo más básico y emprender un largo viaje sin tener ... claro cuál será el punto de llegada. La guerra de Ucrania ha expulsado a más de tres millones y medio de personas. Hasta Cáceres han llegado ya varias decenas de refugiados de ese país, algunas a través de iniciativas privadas o a casa de familiares y cerca de 50 a través del programa oficial de acogida del Ministerio de Migraciones que gestiona la organización Accem. Se dice que no será una estancia corta la de todos los ucranianos que lo que quieren es volver a su país en paz.
Moumine Koné y Jasmin Mesic llegaron a Cáceres de Mali y de Bosnia respectivamente huyendo de de la situaciones de violencia. A pesar de lo diferentes que son sus historias hay muchas notas en común, como el arraigo. Ambos han formado aquí sus familias.
Han pasado casi 30 años desde que Jasmin llegó a Cáceres por primera vez siendo niño desde la ciudad bosnia de Tuzla. Su historia recuerda mucho la de la actual guerra de Ucrania, ya que, tal y como explica, convivió con los bombardeos, perdió a amigos y tuvo que protegerse en refugios. A través de una asociación vino junto con otros niños a pasar el verano en la ciudad, y después volvió. Con los últimos coletazos de la guerra la familia cacereña de Jasmin le propuso venir a vivir a la ciudad para que pudiera estudiar y formarse en paz. Tenía «14 o 15 años». Su familia biológica, con quien ha mantenido vivo y sano el vínculo estuvo de acuerdo. Sus padres de adopción españoles fueron a buscarle a la frontera. «Mi madre quería lo mejor para mí». Cuando dejó el país la guerra estaba tocando a su fin pero continuaba. Se jugaba al desgaste de la población. «Al final, cuando vieron que no nos mataban empezaron a tirar bombas a media y a en punto, cuando nos acostumbrábamos a esos horarios los cambiaban, de esa manera perdí a dos amigos y yo me salvé por los pelos, fue por esos momentos por los que mi madre decidió que nos viniéramos ». Junto a él vino su hermano pequeño pero al año y medio regresó a Bosnia.
Jasmin estudió en el IES Norba y encontró dos enganches importantes que para él son también familia: el voleibol y la música. Es miembro del grupo 'Los niños de los ojos rojos', donde pudo seguir con su afición a la guitarra eléctrica.
Jasmin señala que nunca ha dejado de lado su nacionalidad ni sus raíces. Podía volver cada verano a Bosnia. «Yo tengo mis padres españoles y mis padres biológicos que siempre lo serán, ellos se conocen y se llevan muy bien», explica. Casado y con dos hijas, y trabajador en una empresa de Capellanías, Jasmin dice sentirse totalmente integrado. Haber vivido una guerra dice haberle «hecho crecer más rápido de lo que debería». «A los 13 y 14 años ya has huido de las bombas y sabes que lo más grave que te puede pasar es morirte, los problemas se ven de otra forma, de otra perspectiva». Se considera una persona positiva. «Haber pasado por una guerra te hace querer ayudar a las personas como te hubiera gustado que te ayudaran, yo tengo ese lema y también lo tengo con mis hijas, que se preocupen de las cosas de verdad». Para él es importante adaptarse y «formar parte de la comunidad de donde vienes». Aconseja a los recién llegados distraerse, no están parados. «Hay cosas que se pueden hacer estés donde estés».
El maliense Moumine Koné lleva 14 años en Cáceres, desde 2008. Llegó a España en patera, tras un difícil viaje de cuatro días y cuatro largas noches. Tras 40 días en un centro en Lanzarote fue trasladado a Madrid, en donde le apoyó la asociación La Calle, que fue la que le brindó la oportunidad de venir aquí. En el año 2012 logró los papeles al ser oficialmente solicitante de asilo debido a la situación de guerra de su país, una condición que el Ministerio del Interior no había resuelto y que generó un problema burocrático que casi le cuesta la expulsión en 2017. Una campaña de recogida de firmas hizo que la Subdelegación del Gobierno se implicara para solucionar su problema. Aquel bache le sirvió para darse cuenta de «la generosidad de los cacereños».
Sin apenas hablar el español, Mou trabajó en distintos sectores como el campo, la construcción o la hostelería. Actualmente es padre de un niño de tres años y medio y está contratado cuidando de una persona enferma, lo cual llena todo su tiempo. Ha sufrido las dificultades laborales de una ciudad que es poco pujante económicamente y que ofrece pocas oportunidades profesionales. Estudió hostelería y ha trabajado en varios restaurantes. Pese a las dificultades, considera que Cáceres es un buen punto de llegada, un lugar agradable en el que él siempre se ha sentido «acogido y respetado».
Ahora, con la llegada de ciudadanos de Ucrania, considera, igual que les pasa a otros migrantes africanos, que la atención a las personas que salen de ese continente plagado de conflictos y dificultades no es la misma que la que se les brinda a los que han escapado de Ucrania. «Pero me alegro mucho por ellos», indica.
Barso Coubaly lleva la mitad de sus 26 años en España, diez de ellos en Cáceres. Antes estuvo en Canarias y en Caminomorisco. Procedente de Mali, pagó 1.000 euros para embarcarse en una patera y llegar a Tenerife, en donde permaneció varios años en un centro de menores. Aunque cuando salió del país no había guerra, la situación de Mali fue empeorando y la posibilidad de volver se hacía «imposible», explica este actor, que está terminando sus estudios de interpretación en la ESAD y que ha trabajado en distintos cortometrajes y producciones. Vive gracias a esos trabajos esporádicos y a la ayuda de sus hermanos mayores, que están en Gerona. Reside solo en un piso que su casera le ha dejado «por muy buen precio» debido a que lleva tiempo y no da problemas. Ya cuenta con los papeles que le permiten residir en España y su decisión es quedarse, aunque no pierde la ilusión de volver a su país natal, donde aún tiene a familiares, aunque lejana. «Quiero volver de vacaciones». Basándose en su propia experiencia cree que una de las primeras cosas que deben hacer las personas que vengan de otros países es «aprender el idioma y relacionarse con gente del propio país y que se integren». Una de las cosas más positivas de Cáceres es que al ser un ciudad pequeña y con poca población inmigrante «hay posibilidades de relacionarse con personas de aquí», de no quedarse encerrado en una especie de gueto como pasa en Lavapiés, señala este amante de la tortilla de patata que presume de tener «amigos de todas las procedencias».
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