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Manuel Caridad se apresuró en parar al fotógrafo Guinea cuando estaba a punto de pisar una babosa: «¡Ten cuidado, hombre! No mates a esta pobre que es como nosotros, tristes desheredados; no como los caracoles que son ricachones con casa». «Vaya hombre, ahora los caracoles van a ser los reyes del pelotazo», se quejó el chispacero. «Más menos», escuchó.
Así empezábamos el Viernes Santo, a las ocho y media de la mañana, la segunda etapa del camino de Cáceres a Guadalupe. Es la más larga: 32 kilómetros, de Sierra de Fuentes a La Cumbre, y había que hacerla sí o sí, porque Caridad estaba muy pesado y piensa que si no cumple la promesa hecha a la patrona de Extremadura, más pronto que tarde se va al otro barrio; y no tiene ganas, no.
Temía que el cascarrabias no aguantara y le pedí a mi hijo Francisco, ducho en marchas y hacer esfuerzos físicos, que hiciera de portador llevando en una mochila bebidas y comida.
Fuimos con dos coches a La Cumbre, dejamos uno allí y con el otro llegamos a Sierra de Fuentes para comenzar la caminata, después de un buen desayuno con tostada extremeña en el Mesón Azuquita.
En las primeras horas, Caridad no paraba de hablar. Se encontró traviesas de tren en una cerca de piedra y ya empezó: «¡Muy bien, claro que sí! Por lo menos sirven para algo los restos de los trenes fantasma de Extremadura». Tampoco paraba de discutir con Guinea, como cuando vimos dos conejos o liebres.
–Mirad qué conejos más grandes –dijo el fotógrafo.
–Son liebres –aseguró el otro– No ves que tienen las orejas más grandes. Si fueran conejos se hubieran ido enseguida a su madriguera; pero las liebres corren más y por eso se han parado a mirarnos, porque huyen rápido si ven peligro.
Lo mismo cuando pasamos por un dehesa llena de lavandas o cantuesos.
–¡Qué bonito está el campo verde con el morado de la lavanda! –dijo Caridad.
–¡Son cantuesos! –sentenció el otro–. La lavanda tiene más flores en el tallo y huele a lavanda, mientras el cantueso huele a lavanda y a tomillo.
Abrimos varias cercas, y en una de ella nos encontramos con una vacada numerosa. Nos quedamos quietos esperando a que toros y vacas fueran dejando libre el camino, cuando vimos que un ternero intentaba montar a una vaca. Caridad me dijo: «Haz el favor. Coge una piedra y tirásela a ese degenerado». «Sí hombre, sí; para que venga el padre y tengamos que subirnos a un árbol». El bisoño desistió y se fueron.
A las tres horas de caminar, a las once y media, hicimos parada a la sombra de una encina. Salieron corriendo a nuestro lado otros dos orejudos: «Ahí van otros conejos», «¡Qué son liebres!», insistió Caridad. Luego, sentado sobre una piedra, mientras comíamos bocadillos de jamón con tomate, empezó una de sus lecciones que habría preparado el día anterior:
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–Quizá no sabéis que allá a donde vamos, en La Cumbre, sucedió una cosa curiosa –empezó–. Cuenta el investigador Jesús Bermejo Bermejo, que en el mes de abril de 1559, hace de ello 463 años, el pueblo fue vendido a Pedro Barrantes y Fernández de Ulloa. En aquel tiempo a España le hacía falta dinero por sus guerras en Flandes y contra el turco, y la Corona vendió algunas tierras.
–¿Y quién era ese Pedro Barrantes? –Pregunté a Caridad.
–Era muy amigo del pequeño de los hermanos Pizarro, de Juan, que como él debió de nacer en 1510 en Trujillo. Cuando en 1529 Francisco Pizarro volvió a Extremadura, los dos amigos tenían la edad de la aventuras y le acompañaron en su siguiente viaje a América, participando en la conquista de Perú y en la captura de Atahualpa en 1532. El último soberano inca entregó 84 toneladas de oro y 164 de plata por su libertad, que al final no le dieron los españoles, ya que le juzgaron y ahorcaron. El oro y la plata se repartió entre los españoles, y Pedro Barrantes volvió a España en 1535 con su parte y la de los Pizarro que se comprometió a gestionar.
–Es decir, que después de cinco años en América volvió rico.– Resumió Francisco.
–Sí, y compró La Cumbre. Se sabe que fue en dos pagos: en el primero entregó un millón y medio de maravedíes, no sé lo que pagaría en el segundo. Lo curioso es que la Corona puso en venta a los vecinos. Fue un juez a determinar cuánta gente vivía en La Cumbre y se dijo que eran 178 vecinos.
–¿Y cuánto valía un extremeño?– pregunté asombrado.
–16.000 maravedíes. Según los estudiosos, de aquella 10 maravedíes serían ahora un euro. Es decir 1.600 euros.
Seguimos caminando bajo un sol de justicia y Caridad ya no hablaba. Empezó a quedarse atrás. Pasamos por el Equicentro con hermosos caballos, y cerca del Palacio Santa Cristina convertido en complejo hostelero. Paramos a las dos y media, se recuperó un poco, pero faltaban aún ocho kilómetros. «Tú compañero anda algo mal –me dijo mi hijo– ¿Crees que llegará?». Miré hacia atrás y entonces vi que había venido en su ayuda el difunto Sanjosé. Se había puesto a su lado, con la mano derecha le sujetaba el pantalón por la espalda y con su pie derecho empujaba por detrás el pie izquierdo del cascarrabias. «No te preocupes –respondí a mi hijo–. Llegará».
Después de siete horas de caminata entramos en La Cumbre a las cuatro y media de la tarde. La plaza estaba llena de gente tomando cañas. Pedimos dos botellines para cada uno.
–Esto es el paraíso. –Dijo Guinea.
–¿Lo dices por los botellines a un euro? –le pregunté.
–Bueno, además de eso, es que está todo el mundo sonriendo, feliz y hay cantidad de gente joven, de niños...
–Es un espejismo –aseguró Caridad sentado en el rollo de justicia del siglo XVI, desmadejado, con la cabeza sudada apoyada en la columna, con una Estrella de Galicia en cada mano–. En 1950 La Cumbre tenía 3.000 habitantes, ahora hay 850. Estos jóvenes, con sus hijos, vienen en Semana Santa a ver a su familia, pero pasado mañana volverán a Madrid o a otros sitios. No viven aquí porque no hay trabajo, ...porque hay muchos caracoles que solo piensan en dar el pelotazo.
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Lucía Palacios | Madrid
María Díaz y Álex Sánchez
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