
Antonio Rodríguez de las Heras: un maestro, un privilegio
JUAN SÁNCHEZ GONZÁLEZ | PROFESOR DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA UEX
Lunes, 8 de junio 2020, 14:43
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JUAN SÁNCHEZ GONZÁLEZ | PROFESOR DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA UEX
Lunes, 8 de junio 2020, 14:43
En estos críticos y desoladores tiempos que vivimos nos enfrentamos con vértigo a circunstancias que nos desbordan y sensaciones desgarradoras. Sin apenas tiempo ni sosiego para asimilar o recomponer situaciones, sufrimos pérdidas dolorosas, irreversibles, irreparables. Todas las personas que nos dejan, que han sucumbido a la pandemia, provocan un enorme vacío en el corazón de familiares y amigos, con una pena que se acrecienta por no haber podido compartir sentimientos y emociones con el calor, la fuerza o la proximidad debida. El pasado día 4 de junio una de esas personas que no pudo superar la enfermedad y dejó desolados a Nani, la inseparable compañera con la que compartió su vida, a sus tres hijos, Teresa, Clara y Lucas, a sus nietos que ya disfrutaban con él, y a un número considerable de amigos y compañeros fue Antonio Rodríguez de las Heras. Un profesor universal, y no sólo universitario, que puso los cimientos humanísticos de la Universidad de Extremadura y de la Universidad Carlos III de Madrid, en las que desempeñó su actividad profesional, y que desplegó su amplio caudal de conocimientos por otras muchas instituciones universitarias repartidas por los cinco continentes en las que participó, viajero incansable, como profesor visitante o conferenciante invitado en una multiplicidad de cursos y seminarios. En estos dolorosos momentos no abordaré los aspectos concretos más destacables de su producción científica o de su trayectoria universitaria, sólo pretendo compartir con ustedes tres rasgos muy acentuados de su personalidad que le singularizan y otorgan una significación excepcional en estos tiempos tan ambiguos y confusos: Antonio más que trabajar en la Universidad fue un universitario, antes que un historiador fue un intelectual, más que un profesor fue un maestro.
La autoridad que yo pudiera invocar para realizar este cometido es la de haber tenido la suerte, quizá mejor el privilegio, de trabajar con él en la Universidad y de experimentar y disfrutar, por tanto, la sensación no sólo de vivir en la universidad, sino de sentirla en su significación más profunda, la que siempre antepone valores a los intereses. La de convertirme en historiador por haberme formado con él y sentir, por ello, la profunda insatisfacción intelectual de tener que trascender mi condición académica para buscar explicaciones holísticas o transdisciplinares. Y, por último, la de haber sido más que alumno su discípulo y de tenerle, por tanto, como referencia y como modelo en mi actividad profesional de profesor universitario. Y esto que les digo sin poderlo desarrollar, créanme que es muy importante. Porque si se acercan a la universidad seguro que encontrarán buenos profesionales que trabajan meritoriamente en ella, prestigiosos historiadores que ejercen una encomiable labor dentro de su disciplina, y excelentes y reconocidos profesores de universidad que prestigian la institución, pero en la sociedad actual escasean, y tampoco parece que preocupe demasiado, los universitarios, los intelectuales y los maestros que iluminen, lideren o desempeñen la función ejemplificadora y de referencia que debiera corresponderles.
Comprenderán también que no pueda pormenorizar lo dicho anteriormente, pero las quince promociones de estudiantes de historia, hoy muchos de ellos profesores, que pasaron por las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UEx entre 1974 y 1991 saben perfectamente de lo que habló, así como muchas otras personas que han podido disfrutar en los más diversos escenarios, e incluso recientemente, de sus lúcidas, provocadoras y reflexivas disertaciones, y de su envidiable capacidad oratoria. Por ello, sólo aludiré mínimamente a uno de estos tres rasgos, el de intelectual, el de persona comprometida con su tiempo que intenta comprender antes que aprehender, que no pretende ser erudito ni futurólogo, que para entender el presente dialoga con el pasado y con las tendencias y emergencias que adivina en el futuro, que intenta anticiparse a los cambios, que estudia la crisis, la incertidumbre, el riesgo, que alerta de los peligros pero subraya las oportunidades y los beneficios que pudieran reportar los ineludibles cambios, que desbroza el camino y lo ilumina con metáforas, que sabe navegar por la información, y que invita a todos a aprender o familiarizarse con las cambiantes geometrías de los diferentes espacios históricos.
Ahora que Antonio nos ha dejado físicamente, y cuando posiblemente él ya esté navegando por ese incierto y apasionante mundo que en su mente se iba configurando, tan sólo queda el consuelo de aprovechar su generosidad y su encomiable disposición de compartir todos sus conocimientos, reflexiones e inquietudes. Su legado permanece en los más diversos formatos para ser recorrido y recreado por todo el que se acerque a la red con la pretensión de comprender el presente y de orientar sus pasos hacia el futuro. Seguro que saldrán recompensados. A los que le conocimos personalmente, y encima le tuvimos como amigo y maestro, comprenderán que la pérdida necesariamente nos resulte más dolorosa. Todo lo anterior claro que nos reconforta, pero es que perdimos un privilegio. Nuestro único consuelo es la felicidad de haber podido disfrutarlo.
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