Un arrebato místico de versos sentidos a lo divino

Feliciano Correa

Sábado, 6 de julio 2024, 13:25

Andaba yo de mi corazón a mis asuntos, como aquel Miguel Hernández que un día de juventud nos sorprendió con el latigazo de la belleza ... y el dolor. Y me llega de la mano y obra de Francisco Rangel un poemario de empaque y concienzuda traza: 'Pabulum animae'.

Publicidad

Me pidió la vez enseguida, nada más abrirlo. Cuando otras tareas esperaban mi atención. No conozco a este escritor más que por sus letras ¡Qué más quiero! Yo amo la palabra, tanto que envidio por aprecio, y no por pugilato, a la frase redonda, a la precisión semántica. Por eso dediqué mi conferencia del pasado 6 de octubre, con motivo de la inauguración del curso en la Real Academia de Extremadura, a 'Deficiencia y grandezas de la palabra'.

Y ahora, sin pedirlo, y como regalo para que algunas tardes del verano torne mis pedestres consideraciones mentales por el arduo camino de la incitación mística, aparece en mi mesa este empeño lírico de madurez. Este trallazo literario con sugerencias encaramadas a lomo de lo trascendente.

¡Son poemas para tocar el timbre al alma adormecida! Estamos ante un texto bien urdido. E inspirado. Salido del banco artesano donde la garlopa y la gubia logran sacar los bajorrelieves al tronco tosco, subsanando la torpeza que se enhebra en el sentir simplón. La presencia de estas letras pide la vez para encaramarse en el anaquel de lo sublime.

Publicidad

Rangel se ha puesto el delantal del artesano. Unas veces se muestra ebanista para meter los dedos de su pluma en la carne del «madero». En otras oficia de herrero. Se hace hijo de la fragua, manijero del fuego y de la forja donde templar el acero de sus versos. Tras enmendar la materia con golpes y remiendos, logra la literatura que late y llega adentro. Así el autor consigue la pieza sin cicatrices tras jarrear porrazos de perfección en el yunque de la paciencia con su pluma hecha martillo.

Más allá de esta inspiración religiosa, que resultaría familiar al hermano Juan de la Cruz o a la Teresa trotaconventos, la obra, más que una confesión de parte, es una levitación del verbo.

Sánchez Adalid se niega en el prólogo a ponerle un calificativo. Yo no. Porque siento en algunos de sus retazos como un aroma doméstico que no me es extraño. Son ramalazos del ancestral tiempo del que vengo: «Me perdía entre la mies que, allá en la era, / aguardaba a ser grano, cuando el hombre/ la separaba de la humilde paja, / en un divorcio casi irreversible». ¡Despierto con sus letras! Más que aprender, tomo, otra vez, conciencia del ayer vivido. Resucito el olor a sementera y el campanilleo de bestias mareadas por el arreador. Con su decir rememoro ese trotar de cascos ardientes sobre la parva que duerme al sol en la cama blanda de la era. Sí, otra vez mi abuelo se hace presente en las brumas pretéritas de mi mente. Rangel me arrastra a los recuerdos con el ronzal sutil de su lira.

Publicidad

En los sonetos que regala, se hace socio donante al amor divino. Todos trenzados con cuerdas de arrepentimiento porque el anhelo del creyente siempre engendra espacios de quebrantos: «A pesar del fiel rumbo que me indicas… es tan necia la carne tentadora /que por ella olvidé lo que predicas».

Dije que no conozco al poeta más que por sus letras ¡Y eso es mucho! De modo que al concluir sus páginas con la 'Sinfonía', aumento el torbellino de mis dudas. Tras leerlo, más fuerte se madura en mis adentros la convicción de que creer es dudar. Sin esa dubitación la fe se hace costumbre. Rito manido. Vicio en el hacer. A veces la monotonía se expresa en un sermoneo de tópicos. Otras se prodiga con amenazas sobre el ignorado más allá. La duda es el anhelo hacia la verdad querida, si la mente no se acartona manoseada por el radicalismo tozudo. La fe sin dudas suele quedar en un soplo delirante, en un rumiar quedo. Por eso con frecuencia se dejan en la carpeta de pendiente las elucubraciones incómodas sobre nuestro ser y nuestro existir.

Publicidad

Francisco Rangel no teme. Va de frente. Se desnuda y enseña los arañazos acarreados por querer saber para más creer. Su decir en él es una seguridad provisional. Tal vez por ese frenesí que engendran la inspiración anhelante de puntería. Por su constancia, logra hasta el hallazgo: «Es tan negro el sendero recorrido que mi sombra se niega a acompañarme». No se puede describir mejor la incertidumbre.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Primer mes sólo 1€

Publicidad