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MANUEL PECELLÍN LANCHARRO
Sábado, 29 de octubre 2022, 12:13
Hará pronto medio siglo que, bajo la dirección del célebre arqueólogo Maluquer de Montes (1915-1988), comenzaron las excavaciones de la Torruca de Cancho Roano ( ... Zalamea de la Serena). El nombre del catedrático catalán quedaría unido indefectiblemente al yacimiento, al que se dedicó casi con exclusividad en sus años últimos, como lo está el del autor de este volumen monotemático, Sebastián Celestino, sin duda quien mejor conoce aquella joya protohistórica. Director del Instituto de Arqueología del CSIC, es el investigador principal de 'Construyendo Tarteso', proyecto con el que obtuvo el Premio Nacional de Arqueología y Paleontología de la Fundación Palarq. Autor de numerosas publicaciones, entre sus libros cabe destacar 'Las estelas de guerrero y las estelas diademadas' (2001), 'Tarteso. Territorio y cultura' (2016) y 'Tarteso y los Fenicios de Occidente' (2020).
Su interés por Cancho Roano, «en la comarca que me había visto nacer (1955), a pesar de no haber visitado nunca el lugar» (pág. 27), surge muy joven, al oír (1979) en la Autónoma de Madrid, donde cursaba Arqueología, una conferencia del investigador barcelonés sobre las excavaciones que allí realizaba. Pronto pudo formar parte del equipo y, desde entonces, no se ha desligado del fascinante lugar, hasta llegar a ser su máximo responsable. Curiosamente, el artículo que Wikipedia dedica a Cancho Roano ignora los trabajos de Maluquer y Celestino, inspirándose en las tesis de Blanco Freijeiro, hoy claramente superadas. No extrañe que cometa tantas inexactitudes, sobre todo la de desligarlo de su marco tartésico, donde indiscutiblemente se inserta como figura del mayor relieve. 'Un santuario tartésico en el valle del Guadiana' es el revelador subtítulo de la obra que se presenta.
SEBASTIÁN CELESTINO PÉREZ
Editorial: Almuzara. 400 páginas. Precio: 23, 95 euros.
Sus 382 páginas de gran formato, generosamente ilustradas (fotografías de los arqueólogos en faena, planos y secciones del monumento, reconstrucciones de las zonas y objetos semiderruidos, imágenes de los bien conservados, mapas del entorno, etc.) constituyen la exhaustiva historia –con peripecias múltiples– de cómo se localizó y han ido llevándose a término los trabajos para descubrir e interpretar las extraordinarias riquezas de Cancho Roano, «uno de los yacimientos que más interés y bibliografía ha generado en la Arqueología española» (pág. 11). Baste repasar el enorme número de publicaciones que conforman el oportuno apéndice (pp. 368-382). La presenta ha contado con el apoyo económico de la Junta de Extremadura, que ya en 1986 declaró el edificio Bien de Interés Cultural y expuso muestras de sus joyas en el Pabellón extremeño de la Exposición de 1992. Aunque el autor conoce de primerísima mano cuanto aquí se describe, ha invitado a distintos especialistas, españoles y extranjeros, para se ocupen más detenidamente de asuntos puntuales: el entorno territorial (tan rico en yacimientos estrechamente relacionados); la arquitectura del adobe, material predominante en Cancho Roano); los restos de équidos, masivamente sacrificados en el holocausto final; el simbolismo de las arracadas de oro y los escarabeos (admirable el de Isis amamantando a Horus); el fascinante «sello» del posible señor o tal vez sumo sacerdote, son olvidar los porta perfumes, la copa de Afroditas, las de «Cástulo», los jarros y braseros de bronce, los «infundibula» etruscos, los arreos para caballo; los colgantes de cabezas fenicias o los betilos con grafemas.
Otros muchos objetos fascinantes son descritos por el propio autor, que no se muerde la pluma a la hora de denunciar mistificaciones interpretativas, cuyos entresijos no se le escapan. Recordemos que Cancho Roano supone «uno de los repertorios arqueológicos más ricos de la protohistoria peninsular» (pág. 179). Recordemos los conocidos como «juego de ajedrez» o de «damas», el caballito de bronce, la estela de guerrero utilizada como umbral o el anillo áureo (con la hipótesis compartida por Bendala Galán de su pertenencia a una imagen de la diosa Astarté/Tanit venerada en el santuario).
Pasan de 5.000 los visitantes que cada año se acercan a aquel antiguo lugar de culto (también de comercio), casi oculto en la dehesa, abundante en aguas. Un centro de interpretación ayuda a entender los entresijos de tan apasionante historia. Sigue sin saberse, entre otras dudas, por qué los responsables del santuario, allá por el siglo V a.C., decidieron destruirlo, tras un banquete fúnebre; inutilizar su continente para posibles futuros usuarios y sellarlo con arcilla (lo que permitiría su ocultamiento y conservación hasta hoy, si se exceptúa algún latrocinio de ladrones medievales).
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