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Enrique García Fuentes
Sábado, 13 de julio 2024, 08:55
Juro por el más sagrado de los metaplasmos que he tratado siempre de trazar mis reseñas sin resentimiento, que es lo primero que hay que ... quitar –según reza en las páginas finales de este libro– para ser ecuánime y consecuente con la valoración más o menos crítica de la calidad de un texto literario. Honestamente creo que lo he conseguido, pero no sucede igual cuando, por más que lo intento, trato de dejar de lado la admiración, convicta y confesa (trocada muchas veces en sana envidia) que se apodera de mí cuando me enfrento a la sapiencia literaria que Gonzalo Hidalgo Bayal demuestra en cada uno de sus libros; al final termino sucumbiendo y dejo, entonces, mi dudosa capacidad crítica al albur de su prosa magnética y engastada de hallazgos, lo que, de manera clara, me inhabilita para llevar ante ustedes el análisis distanciado, juicioso e imparcial que en cualquier reseña debiera observarse. Flaco favor otorgo a autor y obra con tan encendida arenga, consciente soy de ello; pero cuando nos asomamos a una novela de la calidad de ‘Arde ya la yedra’ (una habitación más que añadir a una de las moradas más exigentes y serenamente soberbias de la actualidad narrativa en castellano como es la del de Higuera de Albalat) solo confío –asumida mi entusiasta e inocultable filiación para con ella– en lograr el efecto contrario de lo que digo: que al lector le dé el prurito iconoclasta y se lance a devorarla intentando encontrar en ella máculas, incoherencias, desaguisados o si es posible, al menos, despistes o lacras en su estructura, construcción o acabado que, por lo menos, me pusieran a mí en entredicho. Pero no va ser así, ya se lo adelanto, estamos ante una de las novelas del año –si son de los que se precian de estas clasificaciones– y no puedo ni quiero hacer otra cosa que estimularles a su lectura y disfrute.
‘Arde ya la yedra’ recupera el gusto de nuestro autor por colocar a sus novelas un palíndromo como título; ya lo hizo en la necesariamente recuperable ‘Amad a la dama’ y en ‘La sed de sal’. En esta ocasión sin embargo, el recurso trasciende su carácter de mero juego lingüístico para convertirse en un importante elemento vertebrador de la, por lo demás, poco complicada, pero muy original, trama, la cual, una vez más, vuelve a situarse en el terreno de lo metaliterario, un ámbito que nuestro autor domina a la perfección. Frustrado por una ruptura amorosa y embargado por el tedio y el desánimo ante la perspectiva de un verano sin alicientes, el innominado protagonista (y narrador), con la mili acabada y sin visos de encontrar un trabajo satisfactorio, se abandona a la lectura casi compulsiva de novelas del oeste. Entonces, en una derivación no exenta de palpable quijotismo, decide concurrir al ‘VII Concurso Literario de Novela Corta Saúl Olúas’, (un personaje episódico, también palindrómico, de tramas anteriores, como reconocerán los adictos a Hidalgo Bayal). Bajo el razonado seudónimo de ‘Bustrófedon’ –tipo de escritura antigua cercana a los propósitos del palíndromo– dedicará todo el mes de agosto –de hace ya muchos años, el recuerdo de esta peripecia y su conclusión final nos llega mucho tiempo después– a la construcción de una novela que reúna las características que el certamen demanda y pueda así competir con ciertas garantías de éxito.
Estructurada en dos partes, la primera (palíndromo al canto: ‘La I no merece ceremonial’) se centra en la construcción del libro: estratégicamente situado en un lugar de la ribera del río local, observa a un grupo de adolescentes que allí se juntan casi todos los días. De sus charlas y relaciones termina imaginando historias que se convertirán en el soporte de la trama. A la par va salpicando la narración con continuas reflexiones sobre cómo edificarla y dejando caer en ella (marca de la casa) sus siempre bien insertos intertextos de obras suficientemente conocidas por el público mínimamente lector, una muestra (nunca redundante ni gratuita, al revés: siempre oportuna y graciosa) de su erudición. Pero si tal alarde pudiera llegar a cansar al lector poco prevenido, la trama pega un giro sublime cuando en la segunda parte, titulada como la novela, se nos refieren los agudos (y divertidísimos) pormenores de la entrega del premio para el que nuestro autor ha quedado finalista. Conocemos al resto de los mismos, una fauna de lo más atrayente, y un sinfín de claves, que tocan casi todo cuanto tiene que ver con el hecho literario y su exposición institucional y pública, desternillantes: la cena y las copas posteriores, la implicación de las autoridades, las veleidades de cada uno de los finalistas y las relaciones que van estableciendo entre ellos, la distancia insalvable entre lo comercial y lo estrictamente literario y hasta un par de capítulos escritos en perfectos endecasílabos blancos que no sino el culmen del alarde en que Hidalgo Bayal trenza perfectamente forma y contenido, pues ni que decir tiene que su única y envidiable manera de escribir (el andamiaje fundamental del texto) alcanza en esta novela las cotas de perfección a las que nos tiene acostumbrados, si acaso primando esta vez un tono más lúdico y atrayente que convierte esta ‘Arde ya la yedra’ en su novela más amena y divertida. Léanla ya y pasen de mis divagaciones.
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