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Enrique García Fuentes
Sábado, 20 de julio 2024, 13:05
Circunstancias dolorosas por todos conocidas convirtieron esta 'Baumtgarner' en la despedida del muy querido y apreciado Paul Auster (a no ser que, como ocurre en ... tantas ocasiones, aparezcan ahora algunas obras guardadas o se trate de hacer, una vez más, caja con aquello que un escritor excelente, como era Auster, dejó de publicar). Lo cierto es que esta esperada novela del autor norteamericano –llevaba casi diez años sin haber entregado una, refiriéndonos estrictamente a lo que conocemos como novela– recompensa con creces el ferviente deseo de sus lectores de seguir disfrutando de esa manera suya de narrar las cosas, jugando constantemente con la memoria, con los cambios de personajes, los saltos hacia atrás y hacia adelante (mola más poner «flashback» y «forward», y no vean prolepsis y analepsis pero, en fin) y al mismo tiempo también con la inserción de historias dentro de la historia que va dando carta de naturaleza a la narración. En su despedida, acaso presentida, Auster repite, entonces, fórmulas que ya conocíamos pero que de alguna manera siguen sorprendiéndonos porque, en el fondo de nuestros corazones, no podemos negar que las esperábamos.
Lo que confiere unidad a esta novela (que, sin embargo ya adelanto, es justo señalar que no alcanza las cotas de calidad de volúmenes anteriores, con lo que los austerianos recalcitrantes tal vez se vean un tanto decepcionados) es el discurso memorístico y también vivencial de un profesor de filosofía cercano ya a la jubilación cuyo apellido da título a la novela. El arranque, sin embargo, es de fábula; una simple escena doméstica que nos presenta inmediatamente a su protagonista inmerso en unas preocupaciones y actos desgraciadamente propios de una persona de setenta y un años cumplidos que vive solo en una casa grande y acomodada (con una quemadura y una caída por las escaleras que funcionan casi como catarsis). Enseguida sabemos que Baumgartner es viudo, su adorada esposa, Anna Blume, falleció en un absurdo accidente playero hace nueve años. Él, por su parte, lucha por ir asumiendo esa condición de persona sola, que olvida cosas («No es que no le pasaran esas cosas cuando era joven (…) pero cuanto más viejo te haces, con mayor frecuencia te ocurren esas cosas, y si empiezan a suceder tan a manudo que apenas ya sabes dónde estás y no puedes realizar un seguimiento de tus últimos pasos, estás acabado, aún vivo, pero acabado») y que ha de buscarse subterfugios para aguantar su vida y su soledad: sus breves contactos con una repartidora que le trae libros que no quiere para nada, y su entrega su preocupación intelectual que parece ser lo único que le mantiene atento. Incapaz de olvidar a Anna, a la que siente como si se tratase de un miembro amputado, pues con ella, además, mantuvo siempre una relación envidiable y encantadora que es continuamente evocada en el transcurso de la narración, trata de sacar fuerzas de la flaqueza para reponerse hasta llegar a ser consciente de que tal vez pueda lograrlo: «Las personas mueren. Mueren jóvenes, mueren viejas y mueren a los cincuenta y ocho. La echo de menos, eso es todo. Era la única persona a la que he querido, y ahora tengo que encontrar el modo de seguir viviendo sin ella»; y encuentra ahora una razón más para aguantar en la revisión de las obras que ella dejó escritas, aparte del único –y excelente– poemario que llegó a publicar. La lectura de esos textos (las archiconocidas interpolaciones que suelen caracterizar las novelas de Auster, una vez más) le permite al lector conocer cómo fue la vida y la idiosincrasia de esta gran mujer con la que mantuvo una relación plena y feliz.
Pero los años han ido pasando y otras personas llegaron a su vida. Ha recuperado el ánimo; está a punto de establecer, o quiere hacerlo, una relación nueva y plena con otra mujer y, como carambola final, aparece Beatrix, una chica interesada en convertir la obra de Anna en su tesis doctoral, lo que provocará todavía más sus ansias de reconciliarse con el mundo y ponerse al total servicio de las demandas de la chica para recuperar el papel transcendental de Anna. Pero no todas las cosas suceden como uno quiere porque la vida es un juguete en manos de sus dioses que a veces se mofan de los deseos del hombre o a veces se divierten extraordinariamente con sus peripecias.
Al lector avezado le es difícil disociar la figura de Baumgartner de la del propio Auster dados los paralelismos evidentes entre ambos (la edad avanzada, carencias físicas o mentales del protagonista) y, además, de todos es conocida la sólida relación que Auster (creemos) mantuvo hasta el final con su mujer, la también afamada escritora Siri Hustvedt. Y, si no, a los más entregados les gustaría que fuera así, porque la novela, insisto, se mantendría bien por ella misma sin necesidad de recurrir a simetrías especulares. De todas formas, Auster –que no debía de tener un pelo de tonto– tal vez se transfigure algo en este Baumgartner, en puridad alguien que sabe que se va a morir, pronto o más tarde, y escribe (consciente, incluso de que se trata de una obra «menor») para que no olvidemos que creó un mundo que permanecerá vivo y al que nosotros podremos regresar cuando queramos. Gracias por semejante regalo.
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