¿Qué ha pasado hoy, 1 de abril, en Extremadura?

No hay dolor más grande que esa herida

En estos versos descubrimos que esta blancura y la tranquilidad que nos infunde la nieve aquí no es más que el precipicio de una tristeza

ENRIQUE GARCÍA FUENTES

Sábado, 19 de noviembre 2022, 12:21

Quizá por su carencia continua para nosotros, los del sur, la nieve es siempre símbolo de belleza y perfección. Esa frialdad, esa molestia para quien ... está acostumbrado a ella, se convierte para sus abandonados en ese bálsamo indescriptible que todo lo cubre, lo serena y lo amansa. Un tibio regocijo, casi culpable, nos visita cuando afrontamos algo en lo que la nieve tiene un papel preponderante y el hechizo que intuimos ya nos reclama desde el título de este poemario. Sin embargo, tras adentrarnos por la lectura de estos versos descubrimos que esta blancura y que esa solemne tranquilidad que nos infunde la nieve aquí no es más que el precipicio de una tristeza. El color blanco aquí se torna luctuoso pues trata ahora, ni más ni menos, que medir el perímetro del más grande de los dolores posibles que pueda afrontar un ser humano; un dolor que vertebra el libro en su totalidad. ¿A qué desvelarlo ahora?

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Los nombres de la Nieve

Dionisio López

Editorial: RIL Editores. Barcelona, 2022. 69 páginas.

Precio: 12 euros.

Dionisio López (Cáceres, 1978) es, pese a su edad, un recién llegado en lo que se refiere a la publicación de poesía, pues este es su primer libro. El que firma no tiene absolutamente nada en contra (al revés) de esa ampliación extraordinaria que ha experimentado el mercado editorial mejorando las posibilidades de publicación para autores que antes no podían acceder a él, pero otra cosa es que todas las flechas den luego en la diana. Tranquilos, no es este el caso que nos ocupa. López es profesor de lengua y literatura en Alburquerque y autor de varios blogs. Sus versos aparecen en la editorial RIL, que parece haber abierto un venero para la lírica extremeña contemporánea y en la que figuran autores fundamentales como Javier Pérez Walias o Luciano Feria y otros más recientes y en sazón como José María Cumbreño, Carmen Hernández Zurbano Julio César Galán o Sandra Benito.

Antes de pasar a su interior el libro de Dionisio ya nos predispone favorablemente pues cuenta con una portada deliciosa dibujada por el gran Javier Fernández de Molina y se cierra con una sentida contraportada firmada por otro grande, el poeta Javier Rodríguez Marcos, que nos avisa: «Sabemos que la nieve quema. El libro que ha escrito Dionisio López, también». Bien pertrechado se nos presenta este libro que invoca la nieve ya desde su mismo nombre. La nieve ya había aparecido en nuestra poesía, y no de manera caprichosa, en el que quizá sea uno de los fundamentales libros publicados en nuestra región; me estoy refiriendo 'La semilla en la nieve', de Ángel Campos. Arranca nuestro texto con Memoria, un poema que ejerce de pórtico y reivindica la preeminencia de la palabra para contar una «historia (...) de nieve y de silencio» que, de alguna manera advierte y atemoriza. El cuerpo del libro se divide en tres partes equilibradas de diez poemas, de similar extensión cada uno, tituladas: 'Blanco', 'Silencio' y 'Azul'. Versos poco preocupados por el cómputo silábico, evidencian, sin embargo –y eso es lo importante– un extremo cuidado por obtener un lenguaje ajustado y digno, exento de todo el patetismo que cabría esperar de tan insoportable situación. La metáfora de la nieve, en su doble condición de hermosura y helor, va sosteniendo, sólida, este agónico transcurrir: «La nieve blanca de mi hijo / cae eternamente sobre mí»; «Tu ausencia agranda el mundo // No conozco la luz / más allá de la nieve». Y más adelante «Igual que cae la nieve / crece tu recuerdo en mí».

Hondura y emoción a las que es imposible sustraerse mientras asistimos a la indagación de un dolor tan tremendo como incomprensible («hay un aullido de sangre en mí / un silencio de lápida en mis oídos (...) ya solo vivo en la voz de los muertos») que termina por anonadar a la voz que nos contamina, afable, su desdicha: «Yo no sé ya quién soy», se rinde, y de nuevo hay que impetrar a la poesía sus dotes para hallar repuestas, o, como mínimo, ofrecer consuelo, pues ya «Cada día sentiré / el peso de tu cuerpo / sobre mi manos vacías». La tercera parte pone voz clara a la irremplazable ausencia: «Vienen de tu muerte estas palabras» y se permite evocaciones que hasta ahora se habían mantenido soterradas (el emocionante poema XXV) y hasta la asunción atemperada de lo que ya no va a poder ser jamás: «El rostro de mi hijo ya es un campo de arena y ceniza / como el de mis abuelos y mis antepasados» y el consuelo: «Juego como un niño / a ser, en silencio, tu padre». 'Pavesa' sirve de colofón; del libro, no de su emoción: «No apagaré en mí / la luz que nace del dolor» y estas palabras tan tremendas como suaves se encargarán de hacerlo una y otra vez presente. Honda y emocionadamente.

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