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Eduardo Laporte
Sábado, 3 de febrero 2024, 13:19
Hay libros cortos que se hacen largos. Me pasó con la celebrada 'Seda', de Baricco. Pero no con ninguna de las narraciones breves de este ... libro. Hay historias que se pueden leer como un diario de viajes o una memoria de duelo sobre el padre; otras como semblanzas literarias a lo Zweig (la dedicada a Katrin Trabbe), como textos netamente autobiográficos, o más atravesados de ficción hasta diluir el pacto de lectura… Incluso hay un relato de hechuras esotéricas, trascendentales, para leer con lápiz de subrayar.
Pero hay una mirada que se sostiene a lo largo de estas ciento y pico páginas. La de un «cincuentón» (el término actúa como leit motiv) que asume la incapacidad de atrapar el tiempo y cómo este va a su aire, a su ritmo, hasta el punto de que enseguida sitúa a sus protagonistas, o 'víctimas', en un hotel portugués, con los hijos ya crecidos, independientes, como si no quedara otra cosa que esperar el paulatino final.
Ernesto Calabuig (Madrid, 1966) se mueve en cierto minimalismo narrativo, pero con la dosis justa de conflicto y belleza, ingredientes fundamentales para que exista literatura, y no mero testimonio o trascripción. Hay asombro, hay apertura al misterio, y también un vitalismo sereno de quien emite el dulce lamento por el paso del tiempo, pero a su vez celebra formar parte de esa corriente. Esto llega al paroxismo con la evocación del cigarrillo Serraglio que se fumó el escritor Gesualdo Bufalino, encendido con cerilla compartida con un amigo, un 13 de julio en la Sicilia de 1951. El libro parece querer mantener candente esa insignificante llama, en un afán poético que no es otro que lo que persigue el arte desde la noche de los tiempos: detener el tiempo y lograr así que apresemos la vida. Al menos por un instante, pleno y fugaz.
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