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ENRIQUE GARCÍA FUENTES
Sábado, 14 de mayo 2022, 15:14
Les ha ocurrido prácticamente a todos los escritores: en un momento determinado, durante un periodo de tiempo más o menos largo, logran enhebrar una cantidad ... plausible de títulos que enseguida cuentan con el favor de los lectores y logran concitar también el apoyo de la crítica más exigente. Tantos unos como otros acuñan el tópico de que tal autor (o autora) se encuentra «en estado de gracia». Antonio Soler no es una excepción y tras entregar probablemente la novela más atractiva de la última década del siglo XX en la narrativa hispana, la inolvidable 'Las bailarinas muertas', (Premio Herralde y de la Crítica) mantuvo (y agrandó para algunos) el tipo con 'El nombre que ahora digo', 'El espiritista melancólico' (más floja) o, sobre todo, 'El camino de los ingleses' (Premio Nadal). Pero como todo no puede durar eternamente, sus siguientes entregas pasaron más desapercibidas. Tras el bache acabó, como dicen los chavales, «petándolo» con su extraordinaria novela 'Sur', que gozó, de nuevo, del reconocimiento unánime de crítica y público.
Nos llega este primer intento de continuidad, 'Sacramento', y aunque no logra las asombrosas cotas que alcanzó la anterior, es una digna seguidora en la carrera del imprescindible autor malagueño. La novela recrea unos hechos que –por muy increíbles que puedan antojársenos– ocurrieron de verdad en la adormecida Málaga de posguerra, protagonizados por un personaje real y con una entidad palpable, pese a que en su momento se intentase echar un velo de pudor y recato para atenuar el insólito escándalo que provocaron los mismos. Únase además la circunstancia de que, como el autor ha reconocido en su momento, es perceptible un cambio en el estilo narrativo al que Soler nos tiene acostumbrados, así como que por primera vez el escritor se dota de la característica de personaje en la propia peripecia, lo que acerca nuestro texto a los espinosos parámetros de esa autoficción tan en boga. Pero, en realidad, tampoco es así: para empezar, las apariciones del Soler personaje son episódicas, reducidas en su mayor parte al primer tranco de la novela, en el que rememora cómo fueron dos amigos incipientes amigos suyos (con los que luego alcanzaría las cumbres de una amistad casi fraternal), el muy llorado Rafael Pérez Estrada y Rafael Ballesteros, los que le encargaron escribir un artículo –que nunca se publicó– sobre Hipólito Lucena, un cura en estado de gracia también, pero de muchas luces e inquietantes sombras, que, como iremos descubriendo a medida que la novela va materializándos, sobre una peripecia personal apasionante, gozó de un poder casi omnímodo en ciertos barrios de latenebrosa Málaga de la posguerra, hasta derivar en una situación tan esquizoide como escandalosa (al parecer sedujo a mujeres con las que realizaba prácticas sexuales en el altar de la iglesia) que obligó a la Curia a tomar cartas en el asunto.
Lo que engancha de la novela (morbo aparte, que el autor tiene buen cuidado en administrar con criterio) es el carácter bifronte de su protagonista, amado hasta el extremo no solo por sus fieles acólitas, sino por el conjunto de la sociedad, pues su participación e instigación de docenas de obras piadosas contó siempre con el beneplácito popular. Añádase a ello el relato de su arrebatada experiencia religiosa personal y, sobre todo, de su familia, que dotan de un ameno carácter de cercanía y cotidianeidad al relato. En cambio, la personalidad física (se nos describe como muy poco atractivo, cada vez más gordo, sanguíneo, casi calvo) y espiritual (algo ramplona: logrará conseguir ese nivel de atracción y fidelidad casi demoníaca partiendo de la máxima de San Agustín «Ama y haz lo que quieras», sazonándolo con pinceladas iluministas que consideraban que, a través del sexo, se puede llegar a un estado de pureza mucho más alto) que se nos descubre nos pone, en realidad, muy cuesta arriba que comprendamos esa capacidad de seducción que desarrolla el cura frente a ese grupo de acólitas, las «hipolitinas», que le sigue fervorosamente y que se deja seducir sin cuestionar la morbosidad ni el evidente abuso del que el cura hace gala. Juega en contra también que Soler se recrea demasiado en el tono casi de salmodia que adopta a la hora de narrar tan barrocamente esos actos casi nefandos que constituyen el meollo de la acusación contra el sacerdote y demoran excesivamente la narración. La novela gana enteros cuando el autor vuelve a situar la acción en las coordenadas espacio-temporales y los personajes reales que rodean la acción principal adquieren protagonismo al hilo del irresistible ascenso del cura Hipólito. Acierta también en lograr que no confundamos lo narrado con la historia de un simple canalla, sino de un individuo muy complejo situado en un lugar espiritual de casi imposible definición, pero tan bifronte que, como en el mismo texto se plantea, «¿Existía uno mientras actuaba el otro? ¿Se conocen, conoce en verdad el uno al otro? [...] ¿Han cruzado siquiera la mirada, se han mirado de verdad a los ojos?». Soler continúa en el estado aludido.
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