Carlos Medrano. FUNDACIÓN JORGE GUILLÉN

Donde hallar el sosiego

Poesía. El autor lo plantea como una suerte de evocación sentida de sus años de residencia, amistades y estudio en Valladolid, Extremadura, Portugal y Mallorca

Enrique García Fuentes

Sábado, 6 de julio 2024, 13:30

Conviene recordar, como si se necesitase un justificante para su presencia aquí, que Carlos Medrano (Salamanca, 1961, pero residente desde ya hace mucho en Palma ... de Mallorca) se inició literariamente en Extremadura. De hecho fue uno de esos insolentes jóvenes que acabaron asentando definitivamente la poesía en nuestra región durante los 80 del siglo pasado bajo el magisterio de Juan Manuel Rozas y Ricardo Senabre en la Facultad de Letras de Cáceres. Luego, por circunstancias profesionales, se marchó de nuestra región y desarrolló un largo periplo como profesor y artista primero en Valladolid y después en su lugar de residencia actual. Ángel Campos Pámpano y Álvaro Valverde ya lo incluyeron en la seminal 'Abierto al aire' el año 1984 y Miguel Ángel Lama no lo olvidó tiempo después en su razonada 'Diez años de poesía en Extremadura (1985-1994)'. Su obra poética en solitario, que es lo que nos interesa, es breve pero bien asentada y cuenta con títulos como 'Corro', 'Las horas próximas', 'A lo breve' (¿se acuerdan de aquella emblemática colección llamada 'La Centena'?), 'Imágenes, encuentros' y 'Donde poder volver', publicado, este último, en una atractiva edición no venal. Prueba de que sus vínculos con nuestra región nunca se rompieron son sus participaciones en la revista Suroeste, el libro homenaje al cordial Santiago Castelo, 'Aire por aire', y, sobre todo, su labor como coordinador de otro homenaje, el recientemente tributado al añorado Ángel Campos Pámpano, 'Recobrada memoria'. Por último, recuérdese que no hace mucho lo trajimos a estas mismas páginas con lo último que volvía a publicar en Extremadura, la deliciosa colección de haikus y jaiquillas que salió bajo el título de 'Entorno claro', y del que insistimos en reivindicar el hondo y meditativo diálogo armónico que mantenía con la naturaleza circundante que, a fin de cuentas, motivaba su delicada composición. Medrano mantiene también un blog, con el seductor nombre de 'Isla de lápices', que dedica, fundamentalmente –a diferencia de otros, igual de interesantes, pero más heterogéneos– a la publicación de su propios poemas; algunos de los allí recogidos pasan ahora al formato serio de este libro de hoy, de título tan sugerente como, aparentemente, contradictorio.

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No sé si habrá sido la casualidad, pero esta refinada edición, que aparece en la vallisoletana Fundación Jorge Guillén ha elegido para la cobertura el cadencioso azul clarito que tan bien envolvía la edición de su última entrega, en la ERE, de hace pocos años. Cesan aquí las coincidencias, claro, porque 'La imperfección de la belleza' es un libro mucho más extenso y variopinto que el anterior, de méritos igual de estimables, por supuesto, pero de alcance claramente superior. El mismo autor lo plantea como una suerte de evocación sentida de sus años de residencia, amistades y estudio en Valladolid, pero por sus venas circulan también referencias –preferentemente referidas a paisajes y entornos naturales– extremeñas (Jaraíz, el tan evocado por muchos cementerio alemán de Yuste), portuguesas (Évora, Sesimbra), mallorquinas y, cómo no, un acendrado repertorio de rememoraciones (deducibles también por las citas y dedicatorias) de poetas de distinta procedencia que cuentan con su cariño y valoración, (Francisco Pino –de nuevo–, Santiago Castelo, los entrañables Tomás Sánchez Santiago o Irazoki, Ángel Campos, Álvaro Valverde o Elías Moro entre otros). Medrano ha situado el casi centenar de poemas aquí recogidos (alguno en prosa y prácticamente todos muy breves) en tres partes: 'Un movimiento interrumpido', 'Emerger' y la más escueta 'La memoria tranquila', tal vez la más emotiva por cuanto se trata de una sentida elegía dedicada a su madre fallecida, pero ya con el dolor sabia y sentidamente digerido y, por lo mismo, permitiendo a sus palabras transmitir una emoción serena, sin alardes ni exabruptos (la elección del título, como se observa, no fue baladí).

El mencionado sempiterno diálogo que el hombre establece con la naturaleza –al que el sujeto se une en totalidad porque contempla como una fuente de belleza que se aprecia en los detalles más pequeños– que ya impregnaba el poemario anterior, vuelve a tornarse motivo recurrente en este; acabo de decirlo poniendo de relieve la ubicuidad de ese sentimiento aunque difiera el paisaje que lo provoca. Pero, a fin de cuentas, como acertadamente señala el propio poeta, «de donde hemos querido, nunca nos vamos del todo. Y con solo pensar, permanecemos», elocuente declaración que inicia la segunda parte del libro, la más extensa, por cierto. Transitando sosegadamente por sus páginas –la poesía aquí recogida induce a ello; no hay arrebatos ni sobresaltos– aliviados por la serenidad que los versos transmiten, nos dejamos invadir por la idea de si Medrano ha cambiado aposta el orden del sintagma nominal tan de moda que nos viene de ese mundo japonés (al que no es tan ajeno el carácter sentencioso y preciso de la poética del autor); eso que llaman «wabi-sabi», un término que viene a significar el hecho de resaltar la imperfección de las cosas como un signo de belleza. No es exactamente lo mismo la imperfección de la belleza que la belleza de la imperfección, pero el poeta parece querer igualarlos con la melancolía que provoca la asunción ante lo que está a punto de romperse o va a desaparecer («La belleza se arriesga en lo difícil. / La orquídea, el colibrí / cruzan también la muerte»). De todas formas, parece haber una explicación para todo, pues «Nada es en vano ni pasa inútilmente», con lo que lo importante es aceptar lo que viene de la mejor forma posible, como una forma de estoicismo natural., tal y como se cierra este hermoso libro: «Percibir la memoria / tranquila de las cosas. / Ese espacio apacible / al paso de la vida, / el del don de nombrar / con bondad las palabras»; un asunto capital al que ya se había referido en el transcurso: «Tuve fe en las palabras más hermosas / que con amor brotaron de mis labios». El resultado no puede ser más elocuente.

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