JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN
Sábado, 28 de enero 2023, 10:07
Toda vida, si se mira de cerca, es un enigma. Puede interesarnos más o menos la poesía de Alejandra Pizarnik, pero es imposible sustraerse a la fascinación del personaje. Cristina Peña, autora en 1991 de su primera biografía, señaló que indagar sobre ella, tratar de ... descubrir su verdad, fue como «profanar el tótem de una secta sagrada».
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Alejandra Pizarnik nació en Buenos Aires en 1936, hija de una familia de emigrantes judíos procedentes de Ucrania. El apellido se cambió al llegar a Argentina (los familiares que quedaron en Europa se siguieron llamando Pozarnik) y el nombre de la poeta, originariamente Flora, lo sustituyó por el más sonoro de Alejandra a la adolescencia.
Para escribir esta nueva biografía, escrita en colaboración con Patricia Venti, Cristina Peña ha contado con abundante material que en 1991 era desconocido: nuevos y más abundantes testimonios orales, un epistolario muy enriquecido y, fundamentalmente, el diario de la poeta.
Cristina Piña y Patricia Venti
Editorial: Lumen
Barcelona, 2022
432 páginas
Precio: 20,80 euros
Pero el enigma de su vida, como quizá el de cualquier vida, sigue siendo irresoluble. Abundan las contradicciones entre los datos externos y el diario íntimo. Desde muy pronto, Alejandra fue dada a la fabulación. Su padre era joyero, un joyero que vendía su mercancía de casa en casa y a plazos. Alejandra contaba que había sido 'joyero del zar'.
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En la infancia de la poeta no parece haber habido nada de extraordinario, según el testimonio de su hermana y las amigas de entonces. Una infancia feliz en una familia de emigrantes que pronto consiguió un cierto acomodo económico y que se preocupaba, cosa no muy frecuente entonces, de la educación de las hijas. Ella, si embargo, la recordaría en su diario de otra manera: «Pero lo que te hicieron tus padres es inenarrable. Pensar en mi infancia es obligarme a odiarlos. ¿Cómo es posible que hayan carecido absolutamente de recursos mentales y afectivos para hacernos sufrir tanto a Myriam y a mí?». De su madre dice que la castigaba «con látigos y palos», que la pegaba incansable hasta dejarla abandonada en un rincón «con el cuerpecito dolorido».
A partir de esta contradicción, según las autoras de la biografía, no podemos decir nada con seguridad de los padres de la poeta: «buenos y generosos» para una de las hermanas; atormentadores, sobre todo la madre, para la otra. Y lo mismo ocurre con otros aspectos fundamentales de su biografía.
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Alejandra Pizarnik cambió de carácter al llegar a la adolescencia, y algo tuvo que ver con ello el consumo de anfetaminas –a las que se habituó desde muy pronto–, entonces legales y presentes en ciertos medicamentos contra la obesidad. Su adicción fue creciendo. Sus amigos llamaban la Farmacia a los apartamentos en que vivió «por el despliegue de psicofármacos, barbitúricos y anfetaminas que desbordaban de su botiquín».
El combate con sus demonios interiores –de los que dejó constancia en su diario– no le impidió ocuparse con la mayor lucidez posible de la realización de su obra poética y de la promoción de la misma. Cuidaba mucho las relaciones literarias y sociales. Durante su estancia en París –el gran sueño de cualquier escritor latinoamericano– procuró acercarse a todos los nombres importantes: consiguió que Octavio Paz escribiera el prólogo de uno de sus libros, se hizo amiga de Cortázar; en Buenos Aires, se acercó al círculo de Oliverio Girondo, las Ocampo o Mujica Láinez. «Hay muchas personas –indican las biógrafas– que insisten en este aspecto, al que entienden como una búsqueda del poder, la fama y los contactos, una astuta manera de vincularse y cultivar las relaciones más prestigiosas y convenientes, haciéndose amiga de los miembros de los círculos más elevados –social y culturalmente– del campo intelectual».
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Eso era verdad y también su creciente incapacidad para la vida práctica. Antes del último y definitivo, hubo dos intentos de suicidio, el internamiento en una clínica psiquiátrica, la formación de una pequeña corte que la jaleaba en su deslizamiento hacia el precipicio. Poesía y locura, a partir del romanticismo, han tendido a considerarse como hermanas gemelas. Para algunos fue la pasión absoluta por la poesía la que llevó a Alejandra Pizarnik a la destrucción.
Pero ella quiso poner toda su lucidez en su obra, mantenerla al margen. Corregía al máximo sus poemas (y ejercía lo que podríamos llamar autocensura: alguna vez 'ella' se convirtió en 'él': Alejandra era bisexual, pero sus parejas fueron siempre mujeres), traducía con rigor, escribió muy precisas reseñas (sobre todo en la revista 'Cuadernos para la cultura' para la que trabajó un tiempo).
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En los últimos años, ese control se fue aflojando y todo lo que ocultaba –toda su confusión y sus fantasmas– se desbordaron tras la muerte con la sucesiva aparición de textos inéditos. Hoy quizá interesa tanto o más el personaje, o el símbolo en que se ha convertido el personaje, que su obra, aunque sus mejores poemas –de herencia surrealista, pero con la concisión de Emily Dickinson– no dejan de deslumbrarnos: «Extraña que fui / cuando vecina de lejanas lunes / atesoraba palabras muy puras / para crear nuevos silencios».
Quería y no quería morir. Pidió ayuda tras sus dos primeros intentos de suicidio y esa ayuda llegó a tiempo. No ocurrió así con el tercero. De madrugada, telefoneó tres veces a un amigo. Estos son los mensajes que le dejó: «Antonio, me tomé una sobredosis de pastillas, ayúdame»; «Antonio, por favor, me siento muy mal»; «Antonio, llámame». El amigo, Antonio López Crespo, no los escuchó hasta el día siguiente, cuando ya era tarde.
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Esta indagación en la 'biografía de un mito' interesa no solo a quienes tienen a Alejandra Pizarnik por una de las grandes poetas de nuestro tiempo (las páginas dedicadas a analizar su poesía son quizá las más prescindibles). Importa la reconstrucción de una época, con sus toques costumbristas, y, sobre todo, el humano enigma que la protagoniza.
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