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Enrique García Fuentes
Viernes, 22 de marzo 2024, 23:28
Qué podemos hacer cuando percibimos que las semillas del odio, de la intolerancia, de eso que llamamos ultraderecha –y que en el caso de Alemania ... identificamos con el nazismo, aquel movimiento que condujo al desastre que todos conocemos y algunos parecen olvidar y hasta reivindicar– han prendido en el corazón y en la vida de una menor? A esa tesitura se enfrenta Kaspar, el librero viudo protagonista de la última entrega del gran Bernhard Schlink (Bielefeld, 1944), uno de los novelistas europeos fundamentales de este siglo que creciendo va. Hablábamos hace muy poco en estas mismas páginas de volver la vista a la historia de un país, sobre todo a los momentos y episodios más incómodos y conflictivos; de nuevo nos encontramos en esta tesitura. Una tarde cualquiera, al regresar del trabajo a su casa, Kaspar se encuentra a su mujer, Birgit, muerta en la bañera. La esposa, alcoholizada ya desde hace mucho y un tanto propensa a la depresión, parece haber puesto punto final a su fatiga con una letal mezcla de alcohol y somníferos. Pasados los primeros días de estupor y desconexión, Kaspar, que conocía el hecho de que su mujer parecía estar escribiendo una novela que nunca le mostró, decide encarar la circunstancia y comenzar a leer un texto que, a la vez, le permite recordar las circunstancias en que se conocieron y llevaron a cabo su unión final. Son los tiempos del fatídico y vergonzoso Muro de Berlín; Kaspar, que vive en el lado occidental, conoce a la activa y entusiasta Birgit, que milita ardorosamente en el Partido Comunista, en uno de los muchos paseos que realiza por el Berlín de la parte de la República Democrática (excursiones diarias autorizadas con la condición de regresar antes del anochecer) y se enamora perdidamente de ella, hasta el punto de que no escatima planes y riesgos para sacarla de allí y traérsela a la Alemania capitalista. Lo consigue y allí vivirán relativamente felices hasta la muerte de ella.
Vueltos a este momento –lo narrado constituye una primera parte que sirve de pórtico para lo que vendrá a continuación– Kaspar se entera por la lectura de los papeles de Birgit de un hecho insólito: antes de ser su mujer, Birgit, tuvo una niña, fruto de una relación con un alto funcionario del Partido, a la que abandonó. Kaspar jamás supo nada de esa historia y ahora que la conoce, decide buscar a esa niña, Svenja, ya una mujer, a la que logra localizar en una localidad rural de la antigua RDA; y hasta ella se dirigirá. Cuando llega se encuentra con que Svenja (tras una adolescencia y juventud calamitosas, con continuos flirteos con el alcohol, las drogas y los actos vandálicos) está casada con Bjorn, un nostálgico del III Reich, y tiene una hija, Sigrun. Kaspar, tras la sorpresa que se ha llevado con el descubrimiento, trata de encontrar en esos fanáticos, una nueva familia, pero las diferencias son insalvables El recibimiento no puede ser más gélido, el encontronazo se hace inevitable y Kaspar ha de valerse de una triquiñuela económica para conseguir que los padres accedan a permitir que la nieta pueda pasar breves temporadas con su recién encontrado abuelastro. Kaspar aprovechará esos breves encuentros para, a su manera, tratar de rescatar a la chica de ese mundo violento y fanático. Pero no será fácil: la misma Sigrun, muy concienciada de vivir en esa comuna neonazi que sueña con una gran Alemania de nuevo apegada a las tradiciones, sus antiguos mitos y la revitalización de esos principios de superioridad aria y la evocación del Reich y de sus principales dirigentes (Hess especialmente), radicalmente en contra de esa Alemania occidental a la que no consienten la conciencia de culpa por los crímenes de guerra, y que tiene una manera muy particular de entender asuntos como la ecología o la eutanasia –desde un punto de vista nazi–, le pondrá las cosas muy difíciles, supervisada, además, por sus padres, a los que menoscaba el interés económico que la nueva situación les ha planteado.
Con todo, Kaspar no se amilana, y tratará no solo de ganarse el cariño y el respeto de su nieta, sino, al mismo tiempo, inculcarle una visión diferente del mundo del que ella procede. En esas breves estancias con el viejo librero, Sigrun va conociendo otro mundo, en el que la música y los libros juegan un papel relevante en ese intento de socavar los aparentemente inexpugnables principios sobre los que su breve vida se ha ido asentando. Entusiasma y emociona la estrategia del librero de optar por presentar siempre un perfil psicológico bienintencionado y contemporizador, sin atreverse a entrar a saco en lo que debería ser un programa de limpieza necesario ante el peligro que supone el asentamiento, de nuevo, de tan peligrosas ideologías; al revés: opta por ser flexible y paciente para no complicar la situación; pero, como cantaba Serrat, nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio, y, en ese sentido, Kaspar no puede consentir que se escamotee lo que en realidad ocurrió, y así, entre otros discusiones, termina espetándole a su nieta: «No puedo decirte lo feliz que sería si el Holocausto no hubiese existido, pero existió. Y tú también tienes que aprender a vivir con el hecho de que existió». Sin atreverse a plantear un final feliz, por lo menos, esa relación que empieza a solidificarse entre ambos, abre un ilusionante resquicio de esperanza para el futuro.
Lerdo como soy en asuntos muy especializados de la realidad contemporánea, como me ocurre, por ejemplo, con la reunificación alemana tras la caída del Muro, aprendo, y desde un punto de vista que considero autorizado, cómo es la realidad «real» de ese proceso que muchos (yo incluido) considerábamos ya finalizado, y está claro que no parece que sea así. Los muy interesados encontrarán vías que expliquen bien que la deriva ultranacionalista que sacude Alemania (y Europa… y el mundo entero) haya prendido allí más en la zona comunista, algo que a mí tanto me extraña. En esta novela se pone en evidencia la controversia entre esos argumentos ultranacionalistas y las posiciones neoliberales –si teñidas por bases socialdemócratas– que sustenta Kaspar, seguro portavoz del autor (y de todos nosotros, espero). Lejos de resolver esa diatriba –no es esa la función de la literatura– se abren, al menos, vías sugerentes para tratar de encontrar soluciones.
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