-kmyG--1200x840@Hoy.jpg)
-kmyG--1200x840@Hoy.jpg)
Secciones
Servicios
Destacamos
Enrique García Fuentes
Viernes, 28 de junio 2024, 23:31
No hace mucho me he referido en estas mismas páginas al audaz e inteligente ensayo de Eugenio Fuentes acerca de la novela negra. La necesaria ... brevedad exigida a una reseña no me permitía entrar en pormenores que, aun antojándoseme interesantes, excederían el espacio asignado a la misma (y la paciencia, claro, de los lectores), pero una de las cuestiones que encontramos a lo largo del texto es la confesa admiración por el que tal vez sea el escritor hoy por hoy más dotado para trascender a esa necesaria estética que Fuentes reclamaba para dar definitiva carta de entidad al género policial. Hablo, sin duda, de John Banville / Benjamin Black; fíjense si está clara la cosa que ya solo por razones estrictamente comerciales, dado su éxito en España, las novelas del irlandés que caben dentro del género negro siguen apareciendo en nuestro país firmadas con el seudónimo; en el resto del mundo ya es John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) el que firma, tal como si atendiera al ruego de que nuestro Fuentes demandaba, toda vez que ya no discrimina entre entregas de género policial o novelas de cualquier índole.
Casi ha devenido en tópico la consideración de que a Black (respetemos la decisión) le importa muy poco quién es el asesino de sus novelas (lo que ahora llaman el «whodunnit»); en esta ocurre lo mismo, aviso, con lo que los más apegados a la estructura –y solución– canónica conviene que se vayan preparando. Estamos en el Dublín reticente aún de la posguerra, en el año 1957, donde una joven y atractiva mujer aparece muerta en su coche. Aparentemente se trata de un suicidio pero la autopsia de nuestro viejo amigo el doctor Quirke revela indicios de que la mujer pudo ser asesinada. El caso le cae al inspector John Strafford, personaje al que conocimos en la entrega anterior de la saga y que tuvo estrechos vínculos con Quirke cuando se produjo la muerte de la esposa del patólogo forense en San Sebastián. Quirke, desolado tras la desaparición, vive ahora con su hija Phoebe, con la que mantiene, como saben los conocedores, una tensa relación. Aliados en la investigación a pesar de Quirke, que no es capaz de quitarse de la cabeza la posibilidad que tuvo el inspector de haber salvado a su esposa, se enteran de que la difunta estaba realizando su doctorado con el profesor Armignac, pero acaban enfocando la investigación en los Kessler, una familia de potentados terratenientes alemanes cuyo hijo –al parecer– mantuvo una relación sentimental con la víctima, de quien descubrimos que se llama Rosa Jacobs, irlandesa y judía, y que militaba activamente por la liberación sexual. Como ocurre con otros detectives parecidos (Montalbano, Adamsberg y otros) es la intuición de Quirke y Strafford la que les conduce a situar a la familia en el centro de las pesquisas, aunque no hay elementos que confirmen ni desmientan la misma. Pero sí aparece un dato fundamental: la vinculación empresarial de la familia con Israel, país al que parece que suministran armas.
Llega entonces Molly Jacobs, la hermana de la fallecida –algo distanciada con el padre común, aún superviviente– y de profesión periodista, para asistir al sepelio y pronto establece una relación especial (a mí se me antoja un tanto inopinada, pero, en fin) con Quirke. Mientras, los tentáculos de la trama crecen: una amiga periodista de Molly es asesinada en Tel Aviv y los dos asesinatos parecen estar conectados. Pronto comienzan a influir también responsables con gran poder político y eclesiástico, sobre todo, que «sugieren» la posibilidad de silenciar el asunto (inolvidable –porque es de lo mejor de la novela– la conversación que el arzobispo tiene con el jefe Hackett).
Autor: Benjamin Black
Editorial: Alfaguara:
Páginas 336
Precio: 20,89 euros
Como ingrediente curioso de la acción tenemos la capacidad del narrador para potenciar el enfrentamiento entre los dos investigadores, pese a compartir un interés común en el esclarecimiento del caso; son muy distintos: como si «existieran en diferentes esferas, en planetas distintos. Sus mundos no se tocaban». Pues ahora todavía se complica más el asunto con la sutil carambola de que Strafford parece sentir algo por Phoebe con lo que el distanciamiento entre los dos investigadores amenaza con llegar a límites extremos. Y ya les previne de que de la trama no se va a cerrar como uno esperaría, con lo que me remito a lo que señalaba al comienzo de estas palabras: a Banville / Black le interesa más salirse de los cánones de la novela al uso y apostar por la forma (la escritura de algunos fragmentos es delicadamente deliciosa), y quizá no tanto utilizar el crimen como un elemento para diseccionar una sociedad y los tejemanejes políticos (aunque esto sea perfectamente detectable y evidente en la novela) como para (en el inesperado final) entender que son los recovecos del alma (los bajos fondos del corazón de los seres humanos) los que provocan y solucionan la trama.
Ya no solo es una novela de entretenimiento garantizado, sino una muestra de prosa «seria» y bien trabada y, lo que más nos interesa, un refrendo (casi como quien no quiere la cosa) de las teorías que Eugenio Fuentes esbozaba en su más que lúcido ensayo. Ahora el lector puede quedarse con la parte que prefiera.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Recomendaciones de HOY
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.