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ENRIQUE GARCÍA FUENTES
Sábado, 11 de noviembre 2023, 12:05
Concebida casi como un chute lisérgico que se nos presenta a través de una visión –nunca mejor dicho– omatídica, 'La infancia del mundo' es la ... tercera novela, pero primera publicada en España del argentino Michel Nieva, quien, por cierto, tiene una anterior de título irresistible: '¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos?'). Pero es, además, y por eso viene a estas páginas, uno de los textos más desopilantes y atractivos que el abajo firmante ha tenido la suerte de llevarse a las fauces de un tiempo a esta parte. Y miren ustedes que yo (quien me conoce lo sabe) no soy nada de distopías, pero, oigan, fue coger así como por azar, como quien no quiere la cosa –un tanto prevenido ya por la contraportada, no les voy a decir que no– esta breve novela del para mí hasta ahora desconocido autor suramericano y fue volar –tampoco nunca mejor dicho– por sus vibrantes páginas sin ser capaz de desasirme de la tan enervante como atractiva historia que se planteaba ante mis asombrados ojos.
Pues resulta que, al final, para el año 2272, cuando sucede la acción, la temperatura global de nuestro planeta se acerca a los noventa grados, la Antártida se ha derretido, el Atlántico ha crecido desmesuradamente y prácticamente todo el sur de Argentina ha quedado cubierto por el agua y ahora se habla del Caribe Pampeano. Aquí y en la Antártida (llamada ahora Caribe Antártico) es donde transcurre la historia, aliñada también con algunas peripecias que surgen en el espacio exterior y en diferentes juegos de avanzadísimas videoconsolas. Como vemos y en seguida comprobamos, no solo el cambio climático (incomprensiblemente negado aún por muchos) sino, sobre todo, el encadenamiento de pandemias y crisis sanitarias han ido transformando el mundo y, lo que es más curioso, han provocado un capitalismo voraz y cruel que crece a expensas de estas desgracias. Al tiempo, empresas multinacionales extranjeras hoteleras y de geoingeniería transforman esos lugares ya modificados en lujosos espacios para beneficio de turistas, millonarios y empresarios, lo que contrasta con los depauperados terrenos donde moran los pobres, llenos de escombro, basura y enfermedades, como en Victorica. Allí residen los dos personajes protagonistas, El Niño Dengue (luego Niña-Mami-Nada-Envenenada Dengue), un híbrido de niño e insecto, objeto de las crueles burlas de sus compañeros y del rechazo de su propia madre, y su némesis: El Dulce –un desalmado mozalbete que proviene de una familia desestructurada y se busca la vida traficando con productos ilegales– que lo putea a conciencia hasta que el primero estalla y se lía, literalmente, la de Dios. Además, por culpa del deshielo y el insoportable calor, aparecen unas extrañas piedras con poderes telepáticos que provienen del interior de la Tierra, casi desde el inicio de los tiempos, y contribuirán, por la mala utilización que de ellas se hace, a embrollar todavía más el asunto.
Parece, sí, una de esas películas de «serie z» que ponen de madrugada pero con la que está cayendo (estos siete meses que llevamos de verano este año) como que ya no nos dejan tan indiferentes. Pero, y sobre todo, es que la novela está soberbiamente escrita; con un lenguaje que anuda lo lírico (Nieva es también poeta) con lo coloquial y vulgar porque evidencia que la belleza oculta a veces el horror más desgarrado y al revés. Estamos ante un narrador omnisciente que combina el registro expositivo, frío y alejado de cuando hay que explicar circunstancias necesarias para poner al lector en situación, con torbellinos descriptivos y galopadas furiosas de acciones que pasan ante nuestros ojos rezumando violencia y degradación a manos llenas, que nos salpican de sangre y mierda, pero que no nos dejan retirar la vista de ellas dada la voracidad con que están narradas. Un narrador que nos sacude e interpela directamente mientras recorreremos el espacio y el tiempo futuros o saltamos al pasado, al comienzo mismo de la vida en el planeta y contemplamos, desde la comodidad de nuestros lugares de lectura, la crueldad y la degeneración humanas en todo su esplendor.
Lo que atempera semejante delirio (y a mi juicio, sin embargo, estropea esta historia que podría haber salido con todos los honores en las inconmensurables tramas con que nos obsequian nuestros Aristas Martínez) es que, a la postre, tras este atracón de ciencia-ficción desatada, crítica al capitalismo, al desastre climático, a los lobbys empresariales o a la industria de los videojuegos, yace, en el fondo, la necesidad de amor y cariño de una infancia dejada de la mano por padres irresponsables o incapaces a los que, pese a todo, echan tanto de menos estos desgraciados críos que se pierden los únicos momentos felices que podrían tener en unas vidas a las que ya espera el más desolador de los futuros.
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