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Manuel Pecellín
Sábado, 10 de febrero 2024, 16:12
Hace poco, reseñaba en HOY la novela 'Lo que Pessoa no me contó en los extraordinarios días de verano'. Destaqué cómo las alternancias del discurso ... narrativo, la pluralidad de voces, los feedbacks, los múltiples guiños literarios y la riqueza metafórica enriquecen su muy cuidada prosa. Sobre todo, admiré muchas expresiones que me parecieron auténticas greguerías. Obra tan llamativa emanaba de la pluma que escribió poemarios como 'El silencio y la palabra' (Diputación de Badajoz, 2003) y 'Cuarenta días de junio' (Huerga y Fierro, 2014).
Siendo casi una niña, la autora trató de cerca a los creadores extremeños Manuel Monterrey, Félix Valverde, Luis Álvarez Lencero, Manuel Pacheco y Jesús Delgado Valhondo. Grupo que, pronto en Madrid, ensanchó relacionándose con numerosos creadores afincados también a orillas del Manzanares. Las tertulias en el Café Gijón, el Ateneo, El Rato de Francisco Lebrato o el Hogar extremeño de la Gran Vía la nutren de ricas referencias. Piedad, Piti, supo conectar también con aquella generación de los 70, tan marcada por los vaivenes sociopolíticos de la Transición, entre quienes cabe recordar, entre los extremeños, a Santiago Castelo, Jaime Álvarez Buiza, José Antonio Zambrano o Moisés Cayetano.
Combinando afición al teatro (pudo ser una 'prima donna' de la escena), a la pintura (ha hecho numerosas exposiciones y al estudio (es diplomada en Estudios Teológicos y Ciencias de las Religiones por Salamanca), sin dimitir de sus generosos compromisos, ni de las visitas a Portugal, iniciadas en la niñez, a Piedad González-Castell se la incluirá en diferentes antologías nacionales e internacionales.
Conforman esta entrega dos libros muy diferentes. Impresos con portadas invertidas, con medio siglo de distancia, muestran cuánto ha evolucionado estilísticamente González-Castell, aunque continúe fiel al amor y la memoria del mismo hombre que los inspira. 'Versos de amor primeERO(S)' impacta ya con el recurso gráfico del título (y no será el único a lo largo de sus páginas). La transformación del sufijo adjetival, fundiéndose con el sustantivo mitológico, nos adelanta ya el contenido. Recordaré que «eros» en griego significa carencia y que, según Safo cantaba, produce un sentimiento glukopidron o dulceamargo.
Efectivamente, estamos ante un poemario de carácter erótico, con una y otra vertiente, enfebrecido pero púdico, según podía vivir y cantar su amor una adolescente en aquella España de los años 50. Estos poemas fueron escritos entre 1956-1958 en Montijo, Extremadura, cuando aún imperaban aquí los modelos de poesía regionalista, aunque comenzaran ya a abandonarse por impulsos del malditismo surrealista de Manuel Pacheco; los aires juanramonianos de Valhondo y la iconoclastia vallejiana de Lencero, los tres amigos sorprendidos a menudo ante la fuerza creadoara de aquella joven musa. Leídos hoy, nos sorprende la madurez emocional de la casi aún adolescente enamorada de un hombre admirado, a quien quizá juzga superior en edad, rango y conocimientos, pero no inalcanzable, sobre todo si consigue hacerle llegar los ardores de su joven corazón.
Se los declara, dirigiéndose a él de modo explícito, en poemas asonantados, de rimas clásicas, si bien ya se advierten atrevimientos formales llamativos: saltos de composiciones de arte menor a la rotundidad de los dodecasílabos; alteraciones métricas en las mismas estrofas; neologismos («cuerpofiebre», «barcospeces», en página 16), metáforas e imágenes espléndidas.
La entrega segunda, 'Otoño enamorado', lleva prólogo de Moisés Cayetano. Escrito diez lustros después, con toda la sabiduría acumulada de alguien que nunca ha dejado de cultivar artes múltiples y lecturas miles, canta al mismo amor de juventud. Pero las circunstancias han cambiado radicalmente. Nos ha hecho recordar al último Miguel Hernández en 'Cancionero y romancero de ausencias'.
«Llegó con tres heridas/ la del amor,/ la de la muerte,/la de la vida», Piedad mantiene aquí esa continuidad óntica entre vida y poesía (o entre ética y estética), herencia de los mejores románticos. Estamos ante poemas «que llegaron después del dolor infinito» (el de la agonía y fallecimiento del hombre amado); «la mujer que escribe» –fórmula anafórica constante– los compuso (no todos) mientras lo contemplaba en el que había de ser lecho de muerte, o evocando las cálidas, a veces rotundamente eróticas experiencias vividas junto al esposo en la barca que nunca ha de tornar. Como la célebre magdalena de Proust, un simple frasco de perfume o la caja de los zapatos que el hombre amado usaba, despertarán las ansias de compartir con el desaparecido el pan de su ausencia.
Piedad González-Castell se impuso una creciente desnudez expresiva, con el predominio de los versos blancos y libres y la dura poda de las adjetivaciones. Pero no de la riqueza formal, composiciones de amplio aliento y arte mayor, unos; o mínimos, pero fulgurantes relámpagos expresivos, otros, próximos al haikú, la «soleá» o el aforismo.
Hay poemas extraordinarios, como el XX (página 51): «Estás empeñado, Dios/en ponerme gafas de cristal esmerilado/ y no logro ver la solución», que se complementa con una serie de algoritmos indescifrables, pura poesía visual.
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