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Enrique García Fuentes
Sábado, 27 de enero 2024, 09:20
Casi sin tiempo de alegrarnos del éxito que está teniendo su última entrega, esta vez en su condición de narrador ('Lo que piensan los hombres ... bajo el agua') nos llega ahora –y con pronta representación en Badajoz después de haberlo hecho ya en otros lugares de la región– esta 'Anasté', subtitulada 'La hecatombe de Tarteso', la nueva contribución del inquietísimo Marino González ahora de nuevo en su faceta de autor y director teatral. Y puede que sea este uno de los retos más espinosos que haya afrontado nuestro autor hasta ahora porque, aunque la formación teatral de Marino le viene fundamentalmente de los clásicos grecolatinos o de Shakespeare, autores que ha adaptado de manera más que consecuente en su ya larga trayectoria, ahora se atreve con un referente distinto: acaso un mito, tal vez otra cosa, pero, desde luego, de una procedencia completamente distinta. Y es que, como se dice en el texto de la contraportada, apenas sabemos nada de la civilización de Tarteso.
Lo que sí podemos intuir sin menoscabo es que al natural espíritu inquieto que siempre ha caracterizado a González Montero se haya unido el insólito alcance que ha adquirido el reciente descubrimiento arqueológico de 'El Turuñuelo' en Guareña, donde –entre otras cosas– se han localizado los restos de una hecatombe, un sacrificio en el que, curiosamente, también se ejecutaron caballos; una práctica nada habitual entre lo conocido hasta ahora (los caballos venían a ser una parte vital del sustento familiar) y que pone de relieve el sometimiento de esta población a las divinidades en busca de un consuelo y un favor que amortiguara las catastróficas crecidas del río Anas, junto al que vivían, con el consiguiente menoscabo de cultivos y de la economía en general. Con varios elementos de los que han ido apareciendo desde 2015, cuando se encontró un habitáculo en el que, posteriormente, aparecieron una escalinata de diez peldaños y luego los restos de varios animales y hasta 52 caballos y los pies de una estatua griega de mármol policromado –elementos todos aludidos directa o indirectamente en la obra– el autor ha reconstruido (desde la pura imaginación, eso sí) acaso los últimos momentos de la presencia de los tartesos en nuestras tierras antes de su desaparición. Y lo ha hecho con una tragedia histórica dividida en cinco actos, escrita en verso como en la tradición grecolatina: más de dos mil endecasílabos blancos (ya hubiera sido una pasada que se atreviese con troqueos y yambos, pero al de Almaraz le suelen gustar los retos difíciles), una estructura que rompe a veces para introducir música y obligar a las actrices protagonistas a pasar de la dicción al canto casi sin solución de continuidad. Como en las obras clásicas, ya digo, introduce, aparte del canto –con la música responsabilidad del siempre solvente Claudio Gutiérrez Granero–, también la danza.
Como reza en la contraportada del libro (en un indispensable texto para contextualizar la obra, toda vez que las referencias que conocemos de la civilización tartésica son mínimas) a comienzos del siglo V antes de Cristo los habitantes de una aldea tal vez extremeña a orillas del Guadiana actual van a huir de su territorio y queman, rellenan y sellan sus casas y lugares de culto. Donde va a suceder la acción se ha venido sacrificando a todos los caballos de los que disponían para calmar –siquiera en parte– la ira de los dioses que han desatado riadas y pandemias (otras versiones históricas proponen que se trata de una huida ante el avance celta). En ese lugar donde ha ocurrido la hecatombe se cuela, esa última noche, una mujer, Anasté, la hija del augur de Roano Serena, un sumo sacerdote con enormes conocimientos, que transmite a Anasté y la convierten en una adelantada a su tiempo. Allí ella invoca (y se le aparece) a la diosa menor Nortia y el vibrante diálogo que mantienen ambas se convierte en el sostén de la obra; nada más (ni menos) que una oscilante y briosa conversación de dos mujeres es lo que nos vamos a encontrar. Hombres no hay (se menciona al zafio marido de Anasté, que responde al nombre de Barbantonio, clara parodia del nombre más importante de cuantos se conocen de los tartesos, Argantonio) y salvo unos indistinguibles cantos y rumores de fuera, solo ellas y su melopea, ora trágica y dramática, ora rebajada por algún arranque humorístico de la diosa –esas salidas tan 'made in Marino', «quien tiene un fenicio, tiene un tesoro»– ponen en pie una diatriba en la que se mezclan el sacrificio inútil de los animales para con las exigencias insostenibles de la religión, la misma existencia de los dioses, la condición menor y desdichada de la mujer, el concepto de pecado y de culpa ahora desde una casi ucrónica perspectiva judeocristiana, como ocurre también con el libre albedrío, el ansia de conocimiento como premisa primordial del ser humano… Y todo ello en un coloquio continuo en el que vamos percibiendo que Anasté y Nortia van poco a poco intercambiando sus respectivas condiciones: mientras esta última se humaniza Anasté transmuta hacia una diosa madre, pero también dramática e implacable que no duda en marchar al infierno, al final, casi como sacrificio último, como entrega decidida de la desolada condición humana.
Conocemos poco la historia; era necesario entonces que la literatura la vindicase. Como pasó en la guerra de Troya o en el asedio de Numancia, hasta que los hechos se vuelven texto, lenguaje poético, no se alcanza la categoría del mito. Esto es lo que conseguido González Montero para los tartesos en este texto pleno de poesía. Una obra difícil a la que al público y al lector le faltan referentes y no tendrán más remedio que dejarse guiar por la intuición poética del autor que en este caso se muestra tan habitualmente inspirado como suele.
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