Mané Montes
Viernes, 26 de julio 2024, 23:04
El azul imposible de un cielo entreverado de finísimas nubes se oscureció. El ruido monótono y metálico de las chicharras se apagó al unísono de ... la oscuridad, justo cuando accedía a la ciudad medieval por su puerta de levante, un arco construido con sillares romanos del siglo I. El aroma a claveles, geranios, miel y poleo daba paso a eso que dicen que no es más que olor a ozono, a tierra mojada. Se avecinaba tormenta y por eso, aunque calló la chicharra, no lo hizo el vencejo ni por supuesto las decenas de acompañantes de su especie que, unidos en una histérica orgía de gritos, precedían siempre al crespúsculo y al ocaso. Como un ritual.
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Me detuve un rato a contemplar la belleza de una casi plaza enjaezada de una colección de macetas, muy cuidadas, mimadas, perfectas. De repente me sentí observado y me sobresalté cuando una anciana, mimetizada entre las plantas, llamó mi atención:
–Si vas a querer entrar en la iglesia me lo dices y te abro.
–No soy muy de iglesias, gracias de cualquier modo.
–Esta en realidad no lo es, tan solo es un disfraz
Me picó la curiosidad y me acerqué. La anciana, acostumbrada a esa reacción, sin levantar la mirada, seguía afanada en quitar las hojas muertas y, sin necesidad de que le preguntara nada, me contó que era una vieja sinagoga y que para sobrevivir a la sinrazón se bautizó como ermita de San Antonio.
–¿Conoces la puerta azul? ¡qué vas a conocer! ¡Anda!, ven conmigo que tengo que aviar un arriate que hay en su puerta.
Subimos un poco de cuesta, hacia la plaza de las Veletas y allí estaba, preciosa, como transportada desde Fez, el azul turquesa hacía contraste con una exuberante buganvilla cuyo reflejo púrpura cautivaba. Mientras seguía a la anciana en su torpe deambular, pude percibir ese olor a ropa negra limpia, a jabón casero y a sol. Apenas pude preguntarle por un herraje de la puerta que me llamó la atención, cilíndrico, hueco e inclinado. Me acerqué para inspeccionarlo y descubrí que podría ser la Mezuzah, símbolo de distinción de un hogar judío y recordatorio para su propietario de que la casa es un lugar santo.
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En ese momento la busqué. La anciana había desaparecido como por arte de magia ya que, justo ahí, no había puertas ni recovecos donde adentrarse. Recorrí los zaguanes aledaños, la busqué con excitación y entonces fue cuando me di cuenta de ello: el silencio, un silencio aterrador y absolutamente anormal. Apenas podía oírse un tímido grillo a lo lejos, en el Olivar de la Judería. Los vencejos seguían volando velozmente, como rabiosos, pero en silencio, algo que a todas luces me parecía insólito, como la premonición de que algo malo iba a ocurrir. Deshice mis pasos y regresé a la Sinagoga, incluso me asomé de nuevo al Arco del Cristo por si la veía.
Comenzaba a llover. Oscuridad. Silencio. Miedo.
Volví a la puerta azul y la empujé. Se abrió sin ofrecer resistencia y allí la vi, de espaldas y en penumbra. Olía a la herrumbre de sus oxidadas tijeras de las que brotaba un «fris-fris» metálico. Las estaba afilando cuando se giró y me vio. Me quedé paralizado y un sudor frío corría por mi sien, en ese momento acerté a decirle:
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–¿Dónde se había metido usted?
–Pues aquí, desde el principio. ¿Acaso no te dije que tenía que aviar el arriate de ahí afuera?
Fue lo último que escuché. El silencio se hizo enorme, al tiempo que insoportablemente placentero.
Quise prolongar ese estado de éxtasis y, como si fuera un sabueso, comencé a dejarme guiar por mi olfato siguiendo el rastro del olor a beso de abuela.
Llegué hasta una majestuosa torre defensiva, un baluarte de la muralla llamado de los Pozos, de adobe almohade, donde se desdibujaba su encorvada silueta entre las almenas, ahí me di cuenta de que todo aquello era imposible. Esa anciana carecía de las fuerzas y agilidad necesarias para encaramarse allí arriba y entonces comprendí que todo era un espejismo, un preciosista juego de ilusionismo, onanista e íntimo.
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Escuchaba mis propios pasos y el tintineo de las gotas de lluvia rebotando sobre aquel suelo empedrado de aquellas descolocadas callejuelas. En cada farol, un halo de fina lluvia hacía las veces de un arco iris blanco y negro y el olor… ese olor.
Ese olor era la magia de la judería.
El silencio, la banda sonora de la parte más desconocida y encantadora de aquella pequeña ciudad del suroeste.
La sinfonía del paraíso.
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