ángel Borreguero
Viernes, 7 de febrero 2025, 23:12
La escritura compulsiva («no existe tal cosa como una escritura honesta. No hay mejor manera de escribir que escribir por escribir», página 24) de Jaime del Fresno (Madrid, 2001) ha dado en esto, en estas 'Ciudades en las que no vivo', el primer libro del ... autor, que tiene 23 años. Confluyen aquí la mitomanía, la escritura en estado puro, el fetichismo y los apuntes de urgencia. El resultado bascula entre la confesión adolescente, la novela heterodoxa y el falso diario surrealista. El narrador, que tiene algo de artista del hambre, pasea errático por ciudades europeas, visita cementerios y rosaledas, escribe y duda y sufre y también ama y persigue. El epígrafe del libro, de Eduardo Haro Ibars, actúa como guía o quizá como síntesis de este falso diario: «Pero tal vez él, en sus vagabundeos, se encuentre con otro como yo».
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Es en parte el libro una carta de amor necrófila: el diarista desarrolla su 'amour fou' por el muerto Hervé Guibert, autor a su vez de diarios, textos autobiográficos o autoficticios como 'Al amigo que no me salvó la vida' (1990) o 'El protocolo compasivo' (1991), a los que estas 'Ciudades en las que no vivo' recuerdan en el tono. La recurrente segunda persona a la que se dirige el narrador irá cambiando de referente, pero gana en riqueza y encanto el libro si se lee como el apunte de la relación entre un vivo y un muerto. Singularizan el texto la puntuación heterodoxa, la primera persona –decididamente antirretórica– que narra los merodeos, errancias e indecisiones, y una cierta mística de la escritura que lo emparenta con la mejor tradición francesa del siglo XX. Es 'Ciudades en las que no vivo' un texto lleno de discurso, que utiliza la realidad como pretexto y repite y hace acopio de objetos preciosos; una literatura ingenuista, es decir, voluntariamente ingenua o naíf, con trabajo sobre una adolescencia tardía construida, levantada a través de las trampas de la puntuación y la lucha, no siempre resuelta en victoria («uso un montón de palabras de las que me gustaría prescindir», página 34), contra todo lo que suponga impostura o afectación; una confesión salpimentada con el detalle objetivista, a la manera de los franceses que Del Fresno ha leído con aprovechamiento (los testimonios de Guibert y Dustan, el plasticismo mítico de Mathieu Lindon, Duras y Ernaux…).
Jaime del Fresno
Editorial: Niños Gratis. Madrid, 2024.
160 páginas.
14 euros.
Si a veces el vuelo del diario es corraluno de necesidad, se eleva en algunos fragmentos decididamente poéticos («he metido en un tarro las plumas que toses», página 53; «nuestra cabeza se abre como una piñata llena de piruletas en forma de corazón», página 97) y, sobre todo, en las dos entradas en que a partir de sí mismo construye Jaime del Fresno un villano como de Goytisolo: si en la 'Reivindicación del Conde don Julián' (1970) el personaje lingüístico escondía moscas y arañas entre las páginas de obras de Séneca o Menéndez Pelayo, y en 'Paisajes después de la batalla' (1982) se abre la gabardina (debajo nada hay) en espacios públicos, este diarista recorre la ciudad (a pie o en bus) peyéndose con deliberación, con maña fe contra esa ciudad llena de «cerdos» de «ojos como cebollas» y «culo caído» (página 101): «Atravieso esta ciudad tirándome pedos que huelen fatal […], nadie respira en el autobús» (página 95). Abomina del muchacho aseado («no me gustan los chicos limpios […], la higiene nunca será compatible con la pasión», página 65), porque sabe que la limpieza es método y traición del espíritu.
Ocurre en esta novela que la inelegante acumulación de gerundios y el descuido en la expresión («esperamos una distancia prudente», página 12; «desde ese día supe», página 30) restan agilidad a la lectura y desagradan. Y conviene diferenciar los fragmentos en que Del Fresno violenta la sintaxis con intención («un ruiseñor que su pecho se hincha con canciones antiguas», página 91) de aquellos en que se manifiesta su torpeza idiomática.
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