Antonio Soler posa junto a su último libro. HOY

Terrores reales

Febrero de 1937. Antonio Soler vuelve a poner sus extraordinarias capacidades para convertir un éxodo de horror en una excelente novela que mantiene al lector enganchado

Enrique García Fuentes

Viernes, 6 de diciembre 2024, 23:23

Quizá a muchos no les guste, ni quieran y hasta se planteen la sempiterna pregunta de ¿para qué con esto otra vez? Pero tal vez ... sea necesario, aunque solo sea por ver si de semejante catástrofe, si de tamaña tragedia, que pone de relieve una vez más las ansias del hombre por acabar con el hombre como si fuera un lobo («Lupus est homo homini», ya lo dijo Plauto, ¿no?), pudiéramos aprender algo y no volver a ello nunca más. Ya sabemos que no, claro, que todo va a seguir igual; no hay más que ver los telediarios o leer los periódicos. Antonio Soler (Málaga, 1956) recrea en estas páginas unos de los sucesos más injustificables y trágicos de la desdichada guerra civil española; se centra en los avatares de una familia (la suya propia) que, en febrero de 1937, tras la inminente toma de la ciudad por parte de las tropas sublevadas de Queipo de Llano, opta por abandonar Málaga y coger la carretera de Almería tratando de huir desesperadamente. Una multitud de miles de personas que se verá perseguida no solo por el ejército sublevado sino acompañada en su tristísimo recorrido por los continuos bombardeos aéreos de los alemanes e italianos aliados del bando nacional y, a la vez, por el casi incesante cañoneo de otros tres buques enemigos (’Almirante Cervera’, ‘Canarias’ y ‘Baleares’) que desde el mar lanzaban continuas andanadas contra los desdichados huidos. No es un episodio que haya sido muy recordado, curiosamente, por ninguno de los dos bandos; ni los vencedores pudieron llegar a estar orgullosos de semejante carnicería, ni los vencidos asumir que su propia cobardía fue detonante de la tragedia, pues demostrado está que el gobierno de la República dejó a la ciudad completamente sola y sin defender.

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Lo único que nos hace disfrutar del asunto (entiéndase lo que digo, Dios me perdone) es que Soler vuelve a poner sus extraordinarias capacidades para convertir el deleznable suceso en una excelente novela que mantiene al lector absolutamente enganchado a su transcurso. El autor/narrador lo presenta como si se tratase de un cuento tradicional («Ese fue el cuento de mi infancia. El más impresionante. El cuento que siempre le pedía a mi abuela materna que me contara») y, claro, empieza con el habitual «Había una vez» y elige la metáfora del lobo como catalizador de la historia, en su calidad de símbolo del mal a lo largo de los tiempos. Un lobo aquí «acechando. Mostrando los colmillos afilados, su sed de sangre. El lobo que vino todos los días»; un lobo liberado la víspera del comienzo de la guerra y que, hambriento y desatado sacia su necesidad sin saber dónde muerde, lo hace indiscriminadamente Un lobo que atacaba a los que huían, pero también es el que se instala en la Málaga tomada que se dispone a vengar los desmanes cometidos por los rojos cuando fracasó el alzamiento. En medio de estos acontecimientos históricos, Soler, basándose en los relatos que su abuela Josefa Díaz Frías le cuenta por saciar su curiosidad, coloca a las dos ramas de su familia como protagonistas de estos luctuosos acontecimientos y, a la vez, como parangón de todos cuantos se vieron afectados por ellos.

Por encima del indudable valor testimonial de cuanto aquí se narra, muy lejos, por supuesto, de ribetes historicistas que antepongan la realidad de los hechos por encima de lo aquí novelado, por encima también de una ardorosa defensa de la militancia, que, al contrario, busca una cierta ecuanimidad que no menoscaba el terrible daño que entre los bandos se hicieron, creo que estamos ante una estupenda narración con elementos discretamente novelados acerca de, ni más ni menos, la necesidad de sobrevivir por parte de una familia en las circunstancias más trágicas que probablemente ha vivido España en su historia. Una familia que es como «un vaso. La guerra estrelló el vaso contra el suelo y lo convirtió en un puñado de cristales. Hubo que esperar muchos años para recomponer el vaso y cuando eso ocurrió, cuando se pudieron juntar los cristales esparcidos por el suelo, se vio que faltaban piezas. Eso fue la guerra». Y en su transcurso –lo que quedará, por supuesto– vibrantes narraciones como la descripción de los criminales bombardeos desde el mar y desde el aire a los que se ven sometidos los fugados alternando con sentidas descripciones de hechos aparentemente menores que guardan un tono profundamente literario. El caso de los contoneos de la enfermera Charito mientras el padre del protagonista convalece de una herida, los formidables episodios –no exentos de tragicomedia– de los sucesivos registros que los guardias civiles llevan a la búsqueda del abuelo materno escondido tras la vuelta, el papel del cura al final y tantos otros donde se conjuga la angustia lacerante con elementos cómicos que pueden inducirnos a la risa con que enjugar tanta angustia vivida. El excelente resultado final es producto de la aleación de la tradicional pericia narradora de Soler y su capacidad para enhebrar las historias referidas por sus familiares con las fuentes documentales de historiadores al uso o documentos de quienes anduvieron por allí en aquellos aciagos momentos. ¡Ojalá hubiera sido todo solo producto de su feraz imaginación!

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