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Enrique García Fuentes
Viernes, 7 de junio 2024, 23:27
Todas las veces me ocurre lo mismo con las novelas de Luis Landero: cada vez que me planteo hablar de ellas pesa sobre mí la ... circunstancia evidente de que, para cuando lo que yo diga salga a la luz, se haya dado el hecho incuestionable de que casi todos ustedes ya la habrán leído y disfrutado. Hace muy bien mi maestro Manuel Pecellín cuando en su sincero y personal 'De vivencias y lecturas', a la hora de exponer sabiamente el estado actual de la literatura en nuestra región, advierte literalmente: «Tal vez algún lector eche en falta aquí los nombres de los más consagrados (díganse Luis Landero, Javier Cercas, Inmaculada Chacón, Eugenio Fuentes, Gonzalo Hidalgo Bayal). Estimando que los de mayor renombre están bien atendidos por la crítica nacional, vengo dedicando interés preferente a autores con menos repercusión mediática, pero cuyas creaciones considero dignas de superar los límites regionales». Así explica de manera más que satisfactoria esa ausencia que a veces nos han achacado. Con todo (sobre todo cuando el libro me entusiasma, como es el caso) no puedo dejar de echar mi cuarto a espadas, permítanme la licencia.
LUIS LANDERO
Editorial: Tusquets.
Barcelona, 2024.
224 páginas.
20,50 euros
Son muy escasos los escritores cuya obra reconocemos en un primer vistazo; son aquellos dotados de un estilo tan particular, tan intransferible, que enseguida registramos su manera de escribir como algo ya casi inherente a nosotros. Ni que decir tiene que Luis Landero es uno de ellos desde hace ya mucho tiempo, no descubro nada con esto que digo. Cuando uno se enfrenta a un libro de Landero lo hace con la tranquilidad de saber que vuelve a su sillón favorito, a su jersey más cómodo. Bien es verdad que un estilo inconfundible puede comportar también el peligro de la repetición, pero en el caso de nuestro autor, la persistencia de ofrecer siempre a un personaje principal afanoso, en busca de construirse su propia vida, de fabricarse su particular destino –como aquel Alonso Quijano obsesionado con ser don Quijote de la Mancha–, dice mucho de insistir en la condición más positiva de cualquier ser humano y eso (como con Cervantes) nos va predisponer siempre nuestro ánimo a favor de aquello que nos va a contar. Y si encima esa insultante capacidad de Landero para adentrarse en territorios, si nimios, desarrollados con la maestría y la indagación extrema ante lo que los rodee, vistos desde múltiples perspectivas, trasplantados a multitud de situaciones que los desarrollen y completen, funciona, como aquí, logrando captar inmediatamente nuestra atención gracias su discurso ponderado y el innegable carisma de sus personajes, como lectores no podemos hacer sino devorar las páginas una detrás de otra y lamentar lo pronto que el libro concluye.
La última sesión vuelve a poner el listón tan alto como lo dejó 'Lluvia fina', pero con un regocijo mucho más estimulante. Ernesto Gil Pérez, alias 'Tito' o 'Tito Gil' (inspirado, al parecer, en un personaje real que el propio Landero conoció), no se nos hace, ni mucho menos, tan antipático como el también estupendo Marcial de 'Una historia ridícula' (no digamos la encantadora Paula). Aquí se trata de un hombre que cuenta con una voz prodigiosa, ideal para la recitación y dramatización de todo tipo de texto, y unas dotes extraordinarias para la interpretación desde que era muy niño y que, muchos años después, vuelve a su casi abandonado pueblo de San Albín, donde se encargará de nuevo de poner en marcho una representación teatral de gran tradición en el lugar. De casualidad coincidirá con la abatida Paula, que llega allí por error, y se integrará, con el resto del pueblo, en esa representación para la que albergan tantas esperanzas. Dividida en dos «actos» (claro guiño teatral) y puesta en pie no por un narrador único, sino a través de un grupo de testigos de los hechos, «los pocos viejos que quedamos de aquel entonces», que recuerdan y comentan entre ellos aquellos sucesos pasados, vamos conociendo en el primero las vidas de Tito y Paula, que, al parecer, ellos mismos les contaron, mientras que el segundo acto se centra en la esperanzada representación aludida.
Ya conoce el lector la capacidad de Landero para exhibirnos –con su inconfundible manera cervantina, amistosa y compasiva– esas vidas taradas, pero teñidas, por esta vez, por una pátina de esperanza que se sobreponga a los más que previsibles insatisfacción y fracaso. Como en un momento se dice: «En la vida interpretamos diversos papeles sin siquiera saberlo (...) entre otras cosas porque es imposible ser siempre uno mismo. Por fuerza somos varios»; Landero, entonces, opta siempre por la faceta más positiva, no solo de los protagonistas, sino de todos los personajes que alcanzan también su momento esencial a lo largo de la narración.
En fin, un resquicio para la ternura, la compasión, el humor fino, la posible redención, o hasta el disparate o el despropósito, tan humanos, tan de cualquiera de nosotros mismos. ¡Qué delicia recuperar la vieja tradición del relato oral contado, por ejemplo, al lado de un fuego!, pero con el deje landeriano de recurrir a esa cotidianidad que, en sus manos, se vuelve mágica a medida que, como suele hacer, explota su conocida técnica de ir ensanchando la peripecia a medida que avanza su relato hasta lograr integrarnos en él, esta vez más claramente que nunca, como asombrados espectadores. Digo yo que si ya por razones evidentes no puede otorgarse el Premio 'Cervantes' a Miguel de Cervantes, a qué esperan para concedérselo a quien es el Cervantes de nuestro tiempo desde hace ya años y años.
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