Apenas funciona la memoria como es debido. Quedan en el almario los recuerdos de algunas escenas, de algunos asistentes, del lance fortuito. ¿Por qué unos cuantos estábamos aquella tarde en algún paraje de «Arenalejo»? Sería un día de uno de los años sesenta. Si estaba yo, sería en vacaciones de Navidad. Tal vez ni siquiera había ido aún a la Universidad. Era entonces uno de los alumnos internos del colegio de franciscanos San Antonio de Padua. Bien, como fuese, creo recordar que en aquella ocasión participaba mi tío – abuelo Pedro Hurtado, persona – personaje cuyas historias merecen todo un libro. En fin, recuerdo que estaba en algún lugar cerca de una mancha de jaras.
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Era por la tarde, y supongo, por lo dicho, que a finales del otoño o tal vez ya invierno. No sé por qué ni cómo, en vez de mirar hacia adelante durante la espera, miré hacia atrás y vi el gazapeo de un conejito que, a cuenta de qué, andaba por allí un tanto atolondrado. Sin más, me eché la escopeta, la del doce, a la cara y lo fulminé de tiro certero. ¿Qué más hubo? No lo recuerdo; pero me consta que fue el primero ¡Y luego hubo tantos!...todo llegará. A propósito, nada tan delicioso, sabroso y sublime como aquellos conejitos de campo que preparaba mi santa madre. No he conocido plato como aquel que ella cocinaba, ligeramente encebollado o al ajillo. Nada.
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