He aprendido a hacer gazpacho de cerezas. Esta novedad ha sido consecuencia de mi último capricho: me he comprado la 'termomix' 'low cost', es decir, un aparato parecido al famoso robot de cocina, pero que cuesta mil euros menos. No es igual que la Thermomix fetén porque no tiene velocidad a la derecha y a la izquierda, sino de un solo sentido, porque no tiene balanza incorporada y porque carece de pantalla con ordenador donde salen las recetas directamente y hacen de ti un machote chef aunque no sepas freír un huevo. Pero a mí me sirve el juguete y ahora que ya no hay tanto trabajo en la enseñanza, puedo dedicar las tardes a preparar clafoutis de cerezas, bizcochos con cerezas, gazpachos de cerezas.
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Hasta ahora, mi relación con la cocina era dogmática: rechazaba los robots como un invento del diablo, una traición a las tradiciones y un invento para torpes. Lo mío eran las cazuelas, las sartenes y los cazos. También rechazaba las recetas sofisticadas y me ceñía a un libreto antiguo y castizo presidido por las lentejas con morcilla de Arroyo, las alubias con pernejón de Ceclavín y el cocido con todo. Sumemos los arroces en sus múltiples variantes y las patatas guisadas con carnes, pescados o en menestra. Era una cocina de batalla de piso de estudiantes, que es donde me formé como cocinero, preparando guisos de pollo y de carne de segunda, albóndigas y filetes rusos.
Con una formación así, es lógico que rechazara los robots de cocina y me pareciera un capricho la manía de mi madre de llevarse su Thermomix de veraneo, como si no le bastaran las perolas. Mi única traición a la sencillez, hasta ahora, eran unas ollas de la OTAN que vendía mi madre, como ya les he contado, con las que, si había prisa, los guisos de muchachinos con chaleco se cocían en un santiamén.
Sin embargo, lo que son las cosas. La otra mañana, el jefe de estudios de mi centro educativo me habló entusiasmado de un robot de 199 euros que habían comprado sus colegas y lo alabó con tanta pasión que acabé regalándole uno a mi mujer. Al leer lo del regalo, ustedes se habrán dividido en dos bandos: quienes se escandalizan de mi lenguaje sexista al identificar robot de cocina con mujer y quienes se escandalizan por haber descubierto mi faceta aprovechada: le regalo algo a mi mujer en su cumpleaños, pero en realidad me lo regalo a mí pues soy yo quien lo manejo y lo disfruto.
Pero más allá de las connotaciones negativas de mi actitud retorcida, lo importante es que, desde que tengo este aparato en casa, he traicionado todos mis principios: me sobran las cazuelas, las sartenes y las judías con chorizo y paso las tardes enredando con mi 'termomix' 'low cost' y llenando la nevera de salsas, masas y caramelizaciones. Me siento ridículo, pero me lo paso bien.
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Eso sí, en el congelador ya no cabe más y corro peligro de coger más peso del conveniente, hasta el punto de que este sábado fui a una boda y el traje me entró con calzador: un clafoutis más y tendré que salir a la calle en chándal.
El clafoutis, como saben, es una especie de bizcocho francés, delgadito y delicado, que lleva cerezas enteras en su interior y está delicioso. No lo hago tanto por el bizcocho como por las cerezas, con las que también trituro un gazpacho exquisito (cerezas deshuesadas, algo de tomate, pimiento rojo, pan duro amollecido, aceite, sal, agua, el ajo que gusten, yo creo que mejor muy poco, y al robot) y amaso diversos bizcochos.
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Desde que tengo el aparato de marras, he dejado de ver series en televisión y estoy deseando que llegue el fin de semana para jugar con él. Soy capaz de salir a por cerezas aunque el termómetro marque 38 y he recorrido mil fruterías hasta encontrar una en la calle Arturo Aranguren de Cáceres donde venden unas 'californias' del calibre 32 excelentes recién llegadas de Cabezuela. Y así, entre cerezas y robots, voy sorteando los calores y combatiendo el tedio con un poco de frivolidad a velocidad 7, temperatura 120 y potencia calórica 5.
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