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Criadillas y chanfainas

Criadillas y chanfainas

La casquería extremeña es tan sabrosa como menospreciada

Martes, 27 de marzo 2018, 20:45

Llámenme tonto, pero me aburren los solomillos, los entrecots, las chuletas... Me aburre la carne en general. Cada día disfruto más con las verduras. No crean que estoy en tránsito hacia el vegetarianismo. En absoluto. Fundamentalmente porque hay un tipo de carne que me sigue entusiasmando: la casquería. Yo creo que no hay solomillo comparable a un hígado de cordero frito con cebolla y acompañado de patatas fritas.

¿Se acuerdan de los sesos, de las criadillas, de los higadillos de pollo? Yo los recuerdo con cariño, pero no los cato. En casa, la casquería está maldita a pesar de que gracias a ella subsistimos en aquellos pisos de estudiantes de los 70, donde se estudiaba poco, pero se comía mucho. Eso sí, siempre que fuera hígado de cerdo, lengua de ternera y los famosos higadillos de pollo con sus mollejas, que guisados con aceite, cebolla, ajo y vino blanco estaban riquísimos y acompañaban maravillosamente al arroz blanco.

Esos higadillos salvaban nuestras vidas a final de mes, sin embargo, en casa, ni entran. Solo el otro domingo, mi suegra, una mujer como Dios manda, se apiadó de mí y me trajo un plato de arroz con higadillos de pollo del que aún me relamo con nostalgia y emoción. ¿Y el hígado de cerdo a 60 pesetas? Comprabas un kilo, un paquete de espaguetis y una lata de tomate frito y con eso aguantabas una semana.

En ese tiempo de estudio y ni un duro, pasabas hambre psicológica, mucha hambre psicológica. Estabas bien saciado a base de casquería y pasta, pero soñabas con filetes de ternera, con calamares a la romana, con paellas de marisco y pollos asados.

Cuando tuve mis primeros sueldos, sacié mi hambre psicológica con tanta intensidad que en el primer trimestre de trabajo enfermé del estómago, con vomitonas tremebundas incluidas, 16 veces. Luego, poco a poco, volví a lo que de verdad me gustaba, o sea, la casquería.

En Badajoz, cuando pasaba unos días en el piso de mi mujer, me acercaba a una carnicería, que quedaba cerca de Alféreces Provisionales, donde había una vitrina llena de testículos de cerdo, las famosas criadillas. Las compraba de diez en diez, eran baratísimas, las hacía rodajas, las salaba y rebozaba, las freía y a disfrutar. Pues bien, en Galicia, donde sacié mi hambre psicológica durante aquel trimestre de gastroenteritis perpetua, en cuanto hube superado mis traumas, volví al redil casquero y me acerqué a una carnicería a buscar los ricos testículos porcinos.

He contado alguna vez la anécdota, sí, cuando pedí criadillas delante de una docena de amas de casa gallegas, nadie me entendió, especifiqué qué parte del cerdo eran y se escuchó un clamor de asco y una voz indignada que me reconvino: «¿Cómo le va usted a dar de comer esa cosa a su perro?». Pueden imaginarse el tumulto que se formó cuando dejé claro que no tenía perro. Recuerdo que algunas madres de alumnos, cuando venían a la tutoría, se partían de risa y me decían asombradas, como si estuvieran delante de un docente cromañón: «Anda, si es usted el profe que come esa cosa».

Estos días de Semana Santa en Ceclavín, soy feliz. Mi madre es tan de casquería como yo y me prepara unas chanfainas a base de tripas, bofes y menudillos de cordero espectaculares. También la ponen muy rica en el bar restaurante La Cabaña, justo encima del río Alagón, pasando el puente por la carretera que viene de Zarza la Mayor. Otros días me guisa oreja con tomate y no falta la lengua estofada ni el morro rebozado o entomatado. Al llegar el Viernes Santo, potaje, bacalao y arroz con leche, que mi madre es de ayuno y abstinencia, afortunadamemte.

Reconozco que a quien no esté acostumbrado a la casquería, comerse una chanfaina de vísceras, como que no, por muy limpias que estén. Algunos dicen que eso es como comer insectos fritos. Puede ser, aunque hace unos meses, probé los grillos churruscaditos en un mexicano de Cáceres y oye, no estaban tan ricos como las criadillas, pero con pan...

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