Esta semana he sido jurado de la cata concurso de la torta del Casar que organiza la D. O. y, como siempre, aprendí muchas cosas, pero una me llamó la atención. Fue que, popularmente, se conoce a los casareños como los judíos de Extremadura. Esto, que podría parecer un insulto, es sin embargo una alabanza mayúscula. ¡Ojalá Extremadura estuviera llena de casareños!
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Casar de Cáceres es un municipio rodeado por todas partes por el término municipal de Cáceres, que parece sitiarlo y acogotarlo. Quizás sea por eso que en Casar han tenido que agenciárselas para existir, diferenciarse y sacar la cabeza.
Cuentan las crónicas y los documentos que, ya en 1281, los casareños se quejaban ante el rey Sancho IV de que los de Cáceres los tenían rodeados, que habían adehesado todas las tierras que circundaban el pueblo y que no permitían a los del Casar cultivar estas tierras ni alimentar en ellas sus ganados. El rey tardó diez años en dictar sentencia, pero lo hizo a favor de los casareños, que durante esos dos lustros no habían dejado de pelear por lo que creían justo ni de marear al rey, que dictaminó que, en media legua a la redonda de Casar, los cacereños no podrían adehesar las tierras, mientras que los ganaderos del Casar sí que podrían llevar a esos terrenos sus vacas y ovejas.
Doscientos años después, otro pleito planteado por los casareños los enfrentaba a las autoridades de Cáceres. En este caso, denunciaban a la capital porque no les dejaban vender libremente su vino en la ciudad y lo gravaban con duros impuestos. De nuevo ganaban el pleito y los cacereños se la tenían que envainar.
Claro está que, como buenos negociantes o, si quieren, judíos, se unían a los de Cáceres cuando les convenía, como sucedió en 1485, cuando las dos localidades se opusieron a pagar impuestos por sus ganados. En aquellos tiempos, los 12 regidores de Cáceres visitaban con frecuencia Casar de Cáceres para comer gratis, ya que los casareños estaban obligados a invitarlos por no se sabe cuál particular tradición. Hasta que se hartaron y, en 1492, dijeron que si los señoritos de Cáceres querían comer de gorra, se buscaran la vida. Aunque no rompieron relaciones a lo bestia, sino que, como buenos negociantes, les regalaron a cada uno dos gallinas, no sé si viejas o ponedoras, y tan contentos.
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Hoy, en Casar, siguen sabiendo hacer las cosas y, además de haber colonizado Cáceres, tanto políticamente como con múltiples negocios de vecinos del pueblo, vienen a la capital a celebrar la cata de quesos del Casar para que tenga más repercusión en los medios y lo hacen a lo grande, en Atrio. Así consiguen que el producto estrella de esta región, o sea, la torta, aparezca en la prensa y la tele de toda España.
La torta está en Nueva York, en los duty free de los aeropuertos y en La Boquería de Barcelona. La torta del Casar es un fruto del azar y también de la perspicacia casareña. Como saben, la leche de las ovejas se mezcló con un cardo silvestre y surgió el prodigio. Los mayorales de las ganaderías de los Ulloa apartaban tortas para el rey, para los príncipes y para los grandes de España, pero se quedaban con las más feas, que eran las más ricas. También regalaban tortas a los corregidores de Cáceres para que les dejaran vender libremente en la ciudad. Un año no regalaron y no hubo comercio. Así que volvieron a regalárselas y en Cáceres, paz y en Casar, gloria y dinero.
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Uno de los políticos más listos y respetados de cuantos ha habido en España en las últimas décadas fue Josep Tarradellas, presidente de la Generalitat de Cataluña en el exilio y su primer presidente efectivo durante la democracia. Tarradellas, hombre ilustrado, sabio y viajado, tomaba siempre, antes del postre, un plato de torta del Casar. Y, en fin, cuando alguien manifiesta en voz alta sus sueños gastronómicos habla de caviar, de langosta, de jamón de bellota, de foie, de torta... No es fácil llegar tan alto y mantenerse. Lo dicho: los judíos de Extremadura.
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