Ya están las cerezas en las fruterías. Hasta hace una semana, llegaban tímidamente, estaban un poco caras y, en general, no tenían una presencia atrayente, pero a partir del lunes, han empezado a verse cajas de dos kilos llenas de tentadoras cerezas, que empezaron costando unos siete euros el kilo, pero que ya están bajando. Desde luego, nada que ver con las cerezas a 30 euros, que, decían las crónicas, se vendían hace 20 días en Singapur y en París.
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La cereza es una fruta con mucha literatura. Los dátiles tienen su aquel por ser tan orientales, casi bíblicos, los cocos tenían siempre su papel en las películas de Tarzán y la manzana, desde lo de Adán y Eva, es símbolo de la tentación. Pero este fin de semana, en las comidas familiares de fase 2, nadie hablará de dátiles, cocos ni manzanas, hablaremos de cerezas.
Esta fruta roja, brillante y redonda tiene una apariencia tan jugosa que estimula los sentidos como ninguna. Luego está el sabor, con ese punto de dulce sin pasarse y de chispa sin molestar que la convierten en adictiva. Además, al final de la primavera, parece que toda Extremadura se estuviera jugando algo cada vez que el hombre del tiempo anuncia granizo.
No conozco ninguna otra fruta que nos preocupe como la cereza. Si la tempestad hace daño a otros vegetales, es duro, pero se soporta. Sin embargo, cuando las inclemencias del tiempo se ceban con la cereza, parece que todos fuéramos cereceros. De hecho, en la frutería, durante la semana en que las cerezas llegaban chicas y golpeadas, las señoras las miraban y exclamaban: «¡Qué pena!», como si estuviera enfermo un sobrino o la desgracia se hubiera cebado con una familia muy querida.
La cereza es nuestra fruta por antonomasia. Nos asocian con ella y cuando paseas por los mercados o las fruterías de España, los topónimos Jerte, Cáceres y Extremadura junto a una cesta de cerezas son un reclamo, una marca de calidad incontestable. Y nosotros, los extremeños, que hemos asumido la cereza como si fuera de la familia, nos emocionamos cuando las vemos gordas, rojas y y brillantes como las mejillas llenas de salud de un nieto.
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«¡Qué buenas cerezas, qué pinta más estupenda!», se asombran las mismas señoras que hace una semana se apenaban al reparar en las cerezas chuchurrías y ahora se animan al verlas buenas y rechuplosas. Una cereza chuchurría, que es palabra académica, nos deprime; una cereza rechuplosa, que es vocablo extremeño, nos devuelve la autoestima.
Alrededor de nuestra fruta emblemática, siempre se mueve la leyenda de que las buenas se las llevan a Madrid y a nosotros nos dejan las de segunda categoría. En las cooperativas del Valle del Jerte, se esfuerzan en demostrar que eso no es cierto, que se compran gordas en cualquier lugar, también en Extremadura. Además, la cereza no es mejor por gorda sino por sabrosa.
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A veces, los extremeños nos quejamos de que nunca se haya instalado aquí una fábrica de coches. Nuestro pelotazo no fue la Renault ni la Citroën, sino la cereza. Hace 70 años, cuando en España estaba la Seat y pare usted de contar, la enfermedad de la tinta acabó con los castaños del Valle del Jerte, los campesinos empezaron a plantar cerezos y la economía cambió totalmente. Fue por azar, pero aquella ocurrencia ha acabado convirtiéndose en un manto de un millón de árboles que producen las mejores cerezas del mundo, y no es un eslogan, es una realidad científica basada en que es la única fruta que tiene, a la vez, tres componentes fundamentales: melatonina, triptófano y serotonina. Extremadura presume de cerezas y tiene razones para hacerlo.
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