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Aparentemente la piel de todas las personas está formada por las mismas capas, pero yo creo que algunos individuos tienen una extra, como de kevlar, resistente donde las haya, que les impide emocionarse tan a menudo como los demás. Se lo digo con conocimiento de ... causa. Aún no me lo ha confirmado el dermatólogo, pero creo que soy uno de esos que nació con ella. El kevlar es a veces un problema, pero también ayuda mucho en este mundo superficial y epidérmico en el que pareciera que todo el mundo se pone contento por todo o triste por todo. La gente que, por desgracia, no solemos reírnos a diario a carcajadas, ni nos entristecemos hasta el llanto nos emocionamos poco, pero de un modo intenso e íntimo. Rarísimamente nos pasa algo así dos veces en una semana, pero en ésta que preludia el verano estoy de suerte porque lo he sentido dos. De la segunda, una cena a cargo de los Ricard Camarena y Riccardo Camanini, casi hermanos de nombre y de visión culinaria en la vida, les hablaré la semana que viene. Vamos con la primera.
Supongo que de los cientos de artículos que se han escrito estos días en relación con la lista de los 50Best Restaurants apenas habrá alguno en el que no se hable del ranking, del merecimiento de los campeones, de las subidas y bajadas, de los presentes y los ausentes. Pero vamos a ver si éste que les estoy escribiendo se sujeta sin despeñarse hacia el aburrimiento.
Como tantos, yo viví el martes 20 la experiencia valenciana que resultó espectacular en el auditorio con una gala superproducida, con música orquestal en directo, posiciones bastante buenas para los de nuestros barrios ibérico y latino y bastante deficiente en lo referente a la hospitalidad para con los mil y pico invitados. Mala gastronomía, un calor espantoso y un servicio 'regulinchi' para ser uno de los actos gastronómicos internacionales más señero. Pocas medallas para Calatrava que pareciera haber estado más preocupado por la belleza –ahora se diría instagrameable– de sus edificios que por el bienestar de los visitantes a los que recibe en ellos.
El momento álgido de la noche, ese en el que un aplauso logró traspasar mi capa de kevlar y se me metió en la carne como una daga –y digo el aplauso porque no había sorpresa en la noticia, sabida por toda la audiencia– llegó cuando menos lo esperaba. Los públicos son como las olas de mares bravos que tiran de una invisible fuerza motriz y sin avisar te zarandean y te empapan sin remordimiento alguno.
Llegó el momento del premio a la trayectoria, el Icon, según su nombre oficial, y Massimo Bottura, el más laureado de los italianos, dueño de la Ostería Franciscana, en su día mejor restaurante del mundo, un hombre locuaz que esta vez habló con más emoción que brillantez sobre el premiado de este año, pronunció el nombre: Andoni Luis Aduriz. En ese momento, y en ningún otro de la ceremonia, se formó un aplauso colectivo de intensidad 9 en la escala Richter que puso de pie a la audiencia, al colectivo que representa a los cocineros del mundo entero, podría decirse, que le entregaron –le entregamos– algo mucho más valioso que un puesto en el ranking de la noche: el respeto, la admiración y el cariño de varias generaciones de cocineros allí reunidas que le han conocido como compañero, maestro o inspirador.
El donostiarra es uno de los cocineros en activo más relevantes del mundo si atendemos a la aportación que su trabajo ha supuesto y supone como vía de inspiración para los demás, para los cocineros de culturas gastronómicas de cualquier país. Lo que le hace irrepetible es su inconformismo amable, su cuestionamiento de lo establecido sin rasgar ni herir, su afán por convertir la cocina en un oficio que va más allá de dar de comer rico y hacer dinero, de emparentarla con el pensamiento, mezclarla con el arte, la bioquímica, la botánica o la medicina a través del contacto con personas brillantes pertenecientes a distintas disciplinas. Es difícil encontrar tipos con un talento tan singular y un éxito tan incuestionable que con el paso del tiempo no hayan acabado victimizados como seres humanos por sus propios personajes.
Hay pocas armas tan poderosas como la generosidad aplicada con denuedo en el tiempo. Los cientos de colegas que se han cruzado en su vida en los últimos treinta años bien lo saben. Nunca un no, nunca un gesto cicatero. No quiero compararle con Gandhi porque de solemne que suena nos entraría la risa –el primero a él– pero cuentan que el prócer indio insistía en que si la felicidad era alcanzable de alguna manera solo podía serlo a través del servicio, la ayuda y el apoyo a los demás. Algo de curilla laico en Converse y camiseta, tiene.
Que te premie una organización como 50Best está muy bien, que te lleven hasta el escenario en volandas los aplausos de tus colegas de profesión es un regalo al alcance de muy pocas personas en cualquier oficio.
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