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Ya en los años 70 del pasado siglo escribía Néstor Luján que Madrid es una de las ciudades de Europa donde mejor se come. Quizá exageraba un poco entonces. Pero medio siglo después sus palabras se han visto ratificadas. No tanto por la cocina madrileña ... en sí, como por la feliz circunstancia de que al ser una ciudad acogedora y hospitalaria ha conseguido reunir en sus calles una numerosa y fiel representación de todas las cocinas de España y del resto del mundo, en una oferta culinaria enormemente variada. Pero si nos ceñimos a la cocina madrileña como tal, es cierto, como siempre se ha dicho, que apenas existe. Este lunes celebra Madrid a San Isidro, su santo patrón. Buen momento para reflexionar sobre esa identidad de esta cocina, un asunto sobre el que los gastrónomos mantienen encendidos debates.
Para muchos expertos, los que se consideran platos típicos no son más que el resultado de la capacidad que siempre ha tenido esta ciudad para absorber y adoptar como propio todo lo que le llega. Coincido en buena parte con esta opinión. Sólo algunos platos mesetarios procedentes de las llanuras manchegas conforman las raíces de lo que podemos llamar cocina madrileña. Casi todo lo demás, lo que ahora se señalan como platos tradicionales, no son más que el resultado de esa capacidad integradora.
Lo cierto es que se trata de elaboraciones tan arraigadas ya en el recetario local que a nadie importa su origen: cocido, callos, potaje de garbanzos y espinacas, tortilla de patatas, soldaditos de Pavía, gallina en pepitoria, caracoles, boquerones en vinagre, ensaladilla rusa, albóndigas, rabo de toro, casquería
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