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Cartografías del sabor
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El primer mapa gastronómico de España se publicó dentro de un almanaque en 1900ANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA
Jueves, 15 de abril 2021, 12:09
«Ir a comer merluza a León me parece una equivocación terrible». No lo digo yo, que puedo dar fe de que en tierras cazurras las merluzas –y casi cualquier otro bicho viviente– están buenísimas. La frase es de 1958 y la escribió el periodista Rafael Martínez Gandía (1907-1973) en un artículo para el diario 'Pueblo', no porque los leoneses no supieran guisar la merluza a la perfección sino porque él creía, con bastante tino por cierto, que resulta siempre preferible elegir del menú aquello que el cocinero ha tenido más y mejor a mano.
En Valencia, arroz; en Málaga, pescadito frito, que para algo están cerca el mar y los olivos. El cochinillo en Arévalo, el cordero en Aranda, los chipirones en San Sebastián y la fabada en Oviedo. Cuando a Martínez Gandía le recomendaban boquerones en un restaurante de Ávila se echaba a temblar, o por lo menos mostraba un sano escepticismo.
Según él la buena cocina se basaba en aderezar, condimentar y enfatizar las materias propias de cada lugar. Lo que ahora llamaríamos gastronomía de kilómetro cero, que él conocía simplemente como zampar según el paisaje. «Hay cien platos que pueden ser engullidos, no quiero decir saboreados, en cualquier sitio y sin que la gastronomía padezca», decía. «Esas son las recetas que no tenemos por qué situar en un paisaje de origen, platos a base de elementos que en cualquier parte saben igual».
Hace 60 años la globalización culinaria aún no existía pero ya había quien se preocupaba por que todos los sabores pudieran acabar resultando uniformes, sin gracia ni sorpresa, y por que los restaurantes españoles terminaran sirviendo platos híbridos de todos los lugares y de ninguno en especial.
Para el periodista valenciano el paisaje resultaba fundamental, igual que el conocimiento de los productos tradicionales. «No sé si está por realizar el mapa gastronómico de España», apuntaba, «pero es una tarea que me gustaría emprender y acabar. Un mapa completísimo, con geología de jamones y butifarras, ríos de vinos y licores, orografía de arroces y pescados, mariscos y carnes».
Martínez Gandía no lo sabía, pero ese mapa ya estaba hecho. Y no uno, sino varios distintos. El despiste cartográfico también confundió al gran Ramón Gómez de la Serna, quien el 27 de julio de 1924 firmó para la revista satírica 'Buen Humor' lo que él creyó «el primer mapa gastronómico de España». En aquel plano tan glotón como cómico el padre de las greguerías ubicó en Valencia la paella, en Extremadura el jamón, en Burgos el queso fresco o en Cantabria las amas de cría y teta. Desconocía que el suyo no era el primer mapa de la gastronomía típica de nuestro país, ni siquiera el segundo.
Siete años antes de que a Gómez de la Serna se le ocurriera pergeñar aquel atlas tripero, el cocinero Melquíades Brizuela había dibujado un exquisito mapa de la España gastronómica para su libro 'Historia de un cocinero'. Y antes que Brizuela estuvo un anónimo cartógrafo del sabor, encargado de dibujar para el Almanaque Bailly-Bailliere de 1900 –calendario, agenda y guía práctica todo en uno– un simpático mapa con los productos más apetecibles y típicos de la península ibérica.
«El mapa adjunto, –avisaban los editores del almanaque– da una idea original al mismo tiempo que exacta de la importancia gastronómica de nuestro país, que puede competir con cualquier otra nación de Europa respecto a todo lo que se come y bebe». Pese a la mala calidad de la impresión (al fin y al cabo el anuario Bailly-Bailliere era una obra de trote) en el mapa se distinguen perfectamente los chorizos riojanos, salmantinos y extremeños, la butifarra catalana, el salchichón de Vich, los jamones de Montánchez, Trévelez y Avilés… Sí, en Avilés eran muy famosos los jamones aunque no fueran de bellota. De Asturias se resaltaron también la mantequilla, el salmón y la sidra; de Cantabria el queso y la leche, del País Vasco el chacolí y las sardinas, de Navarra vinos y pimientos.
En Galicia brillaban las almejas, el maíz, la carne de vacuno y los capones, mientras que en Fuentesaúco destacaban los garbanzos; en Astorga, las mantecadas; en Burgos, el queso; en Rueda, el vino y el trigo; en Toro, las cerezas; en Soria, la mantequilla y en Ávila las ovejas y las judías.
Las mejores lechugas eran entonces las de Leganés, igual que los rábanos. De Aranjuez venían espárragos y fresas superiores, rosquillas de Fuenlabrada, miel de La Alcarria, queso de La Mancha y anís de Chinchón. En Madrid aparece dibujado un comensal dispuesto a comer todo lo que la capital ofreciera, en Sevilla aceitunas, en Alcázar tortas, en Toledo mazapán y y en Jijona su famoso turrón.
Peladillas de Alcoy, almendras de Alcalá, naranjas de Crevillente y arroz de Valencia; polvorones andaluces, mariscos gaditanos; pasas, vino y batatas de Málaga, vinagre de Yepes, vino de Jerez, melocotones de Aragón, bizcochos borrachos de Guadalajara, dátiles de Elche, aceite de Jaén y Córdoba, azúcar de Granada… Han pasado 121 años y lo sorprendente no es que algunos alimentos de esta lista hayan desaparecido, sino que la mayoría de ellos sigan alegrándonos el estómago. ¡Viva el paisaje!
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