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Castañeros de Málaga en una fotografía del Museo Unicaja de Artes y Costumbres Populares. HOY
Castañas difuntas

Castañas difuntas

GASTROHISTORIAS ·

El fruto ha sido durante siglos protagonista de las celebraciones en torno a Todos los Santos, pero ahora su consumo peligra

ANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA

Viernes, 29 de octubre 2021, 15:43

El otoño y el olor a castañas asadas van siempre de la mano. Uno no llega sin la compañía del otro y su relación es tan naturalmente simbiótica e impepinable que durante los últimos hemos asistido al grotesco espectáculo de ver a los pobres castañeros atizando el brasero mientras los demás íbamos aún en chancletas. El calentamiento global, me dirán ustedes. Un poco de eso hay, sí, y también otro tanto de querer alargar la temporada de consumo. Igual que los supermercados se empeñan ahora en que compremos polvorones tres meses antes de Navidad, el inicio de la época castañera se ha ido adelantando poco a poco, como quien no quiere la cosa y por si colaba coincidiendo con una ola de frío.

Antiguamente los puestos de castañas no se asomaban a la calle hasta la última semana de octubre. Durante los primeros días calentaban motores, probaban braseros y hacían acopio de materia prima para encarar dos jornadas marcadas en rojo por los profesionales del castañerismo: la fiesta de Todos los Santos (1 de noviembre) y la de los Fieles Difuntos (2 de noviembre).

Para los que se hacen lío con una y otra fecha valga recordar que en Todos los Santos la Iglesia católica honra –valga la redundancia– a todos toditos los santos de santa santidad, mientras que al día siguiente se recuerda a los fallecidos y se reza para que sus almas asciendan al cielo.

Ricas en hidratos de carbono, proteínas y vitamina C fueron elemento básico de la dieta hasta el siglo XIX

Esta diferencia antes la gente la tenía clarísima y era precisamente en la tarde o noche del primero de noviembre cuando, de cara al día de finados, las familias se reunían en casa para orar por sus difuntos con la esperanza de acortarles la estancia en el purgatorio. También se aprovechaba, ya que Todos los Santos era fiesta de solemnidad con obligación de oír misa y no trabajar, para acudir en familia al cementerio y adecentar las tumbas de parientes y amigos.

Por piadosa que fuera la intención lo cierto es que no era raro que los rezos acabaran en cachondeo y francachela. Las anécdotas sobre aquellos por quienes se rogaba daban paso rápidamente a canciones, chistes o historias de terror mientras los asistentes, sentados en torno al fuego, compartían dulces o frutos secos (observando la abstinencia de carnes) y se pasaban unos a otros la bota de vino.

La coincidencia en el tiempo con la recogida de la castaña propició que los días de Santos y Difuntos se acabaran identificando con las fiestas que tradicionalmente habían celebrado la recolección de este alimento: magostos, amagüestus, castañadas, castanyadas, chaquetías, calbotes, carbochás, gaztain jana... ¿Que no les suenan? Quizás sea porque son festejos de índole regional y más bien rural. O porque han estado en riesgo de desaparecer en varias ocasiones y por razones que poco tienen que ver con los seres humanos.

«Placer y melancolía»

Los castaños han sufrido varias plagas devastadoras que mermaron considerablemente tanto su número como la calidad de sus frutos. Sólo durante los últimos cien años han sido víctimas de la llamada tinta (enfermedad provocada por el hongo Phytophtora cambivora), del cancro del castaño (introducido con ejemplares japoneses que iban a sustituir a los afectados por la tinta) y de la avispilla del castaño, un insecto originario de China que actualmente está diezmando los árboles autóctonos que quedaban.

Ya en 1904 Emilia Pardo Bazán explicaba en su columna de la revista 'La Ilustración Artística' que las castañas –y con ellas, las costumbres asociadas a su consumo– estaban en grave peligro. «La castaña es hoy, en mi tierra, placer y melancolía. Nuestro castaño secular, característico, desaparece. Un mal que la ciencia no sabe curar acaba con esta esencia forestal magnífica, de madera incorruptible e incombustible, de follaje fresco y rumoroso, de flor que parece un fleco de terciopelo verde, de fruto que, si se supiese preparar y conservar mejor, mantendría a los campesinos una tercera parte del año y resolvería el problema de la escasez de trigo, maíz y centeno...».

Las castañas son ricas en hidratos de carbono, grasas, proteínas y vitamina C y en muchos lugares de España fueron uno de los elementos básicos de la dieta hasta el siglo XIX. Asadas, cocidas, estofadas como parte de un cocido o molidas en harina estos frutos proporcionaban energía durante el duro invierno y alegría en aquellos días, supuestamente tristes, en los que se rendían honores a los muertos.

Hace 117 años decía la marquesa de Pardo Bazán que en el campo gallego el culto a los difuntos aún no se había degenerado en juerga, como sí ocurría en las grandes ciudades. Tampoco se estilaban los huesos de santo, ni los buñuelos, y muchos menos los caramelos de Halloween. Era la castaña la que reinaba en fogones y corazones, «regodeo de mujeres y chiquillos, base de tertulias en que se contaban mentiras y cuentos de miedo y, por supuesto, chismografías de lugar, el eterno rencor o la eterna queja, la monótona fila de insignificantes preocupaciones y de menudas ansias que tejen la tela gruesa, áspera al tacto aunque acogedora del vivir rural». ¿Qué diría doña Emilia si nos viera disfrazándonos por Todos los Santos?

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