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Grabado del libro 'A Second Journey in Spain' (1809) y ecuaciones del botijo. HOY
GASTROHISTORIA: La ciencia que esconden los botijos
GASTROHISTORIA

La ciencia que esconden los botijos

Antiguos héroes del verano español, guardan en su alma de barro una fórmula capaz de refrescar el agua que contienen

Viernes, 3 de junio 2022, 11:54

Hay miles de tipos. Blancos de Agost, colorados de Alcorcón, negros de Asturias o pintados de Talavera. Según su forma pueden ser de barril, de rosca, de torre, de gallo, de mamella o de bellota, mientras que la adecuación de su diseño a ciertos oficios resultó en tipos como el de pastor, el de arriero y el de barca o pescador.

Unos están hechos de humildísimo barro cocido y otros son tan recargados y barrocos como para llamarse «de filigrana», pero todos ellos son botijos. ¿Tienen ustedes por casualidad uno en casa? Algún ejemplar se habrá salvado de la obsolescencia a la que les abocó la vida urbanita, aunque sea solo por nostalgia... Vayan a buscarlo y revísenlo. Si está enteramente vidriado o fue fabricado con un material distinto a la arcilla porosa siento decirles que no poseen un auténtico botijo.

Igual que dijimos la semana pasada hablando del porrón, es el cometido y no la forma lo que convierte al botijo en botijo. Y la verdadera labor de este recipiente no es contener agua sin ton ni son, sino enfriarla. Lo dice hasta la RAE, que define el botijo como una «vasija de barro poroso que se usa para refrescar el agua». A partir de ahí no importa que sea abultado, plano o tenga el pitorro así o asá. Por eso existen cientos de tipos distintos de botijos, todos ellos adaptados al caluroso clima español y a las necesidades específicas de sus sedientos habitantes.

Fue la nevera quien convirtió al botijo en una reliquia del pasado, testigo mudo de aquellos sufridos tiempos en los que asistió a peones y labradores bajo el sol abrasador. En las casas también ayudaba, claro, pero como muestra de la constante mejoría en la refrigeración doméstica del agua tenemos todos esos antiguos «botijos» esmaltados o de cristal que a partir del siglo XVIII adornaron las mesas de las ricos.

Aunque de aspecto botijil, no servían para enfriar el agua. Sus dueños tenían bodegas, despensas o nieve para refrescar las bebidas y no necesitaban recurrir al botijo de vulgar barro, un artefacto tan intrínsecamente unido a la clase popular que a finales del XIX se bautizó como «trenes botijo» a las líneas de ferrocarril que usaban los trabajadores para huir del calor de la ciudad en verano.

Según el diccionario, la palabra botijo procede del latín tardío butticŭla (diminutivo de buttis, odre) y por tanto está emparentada con bota y botella. Lo que no dice es que posiblemente ustedes se refieran a este utensilio de otras maneras como búcaro, boteja, cachucho, piporro, pipote, pirulo, pichilín, piche, rallo, cántaro o cántir. Tampoco explica que comparar la simpleza de alguien con el mecanismo de un botijo es una absoluta estupidez, ya que el sistema a través del cual funciona es increíblemente sofisticado.

Un misterio milenario

Su aparente facilidad de uso es engañosa: los botijos han guardado durante 3.000 años el misterio que les permite, además de almacenar agua, enfriarla. El ejemplar más antiguo de la península ibérica, encontrado en el yacimiento argárico de Puntarrón Chico (Beniaján, Murcia), se fabricó en torno al 1500 a.C. pero funcionaba del mismo modo que los modernos botijos con los que se desveló el enigma.

En abril de 1995 dos profesores de la Universidad Politécnica de Madrid publicaron en la revista científica 'Chemical Engineering Education' un estudio sobre «un antiguo método para enfriar agua explicado a través de la transferencia de masa y calor». O lo que es lo mismo, el botijo.

Ya se sabía que los botijos usan el enfriamiento por evaporación (el mismo proceso físico que emplea nuestro cuerpo para refrescarse a través de la sudoración), pero gracias a José Ignacio Zubizarreta y a Gabriel Pinto se descubrió el modo de calcular matemáticamente la capacidad de refrigeración de cualquier botijo.

¿Cómo demonios puede un recipiente de barro rebajar hasta en 15ºC la temperatura del agua que alberga en su interior? En un ambiente cálido y seco parte del líquido contenido en el botijo se filtra a través de los poros de la arcilla y se evapora en la superficie exterior, extrayendo en ese proceso parte de la energía térmica o calor del agua que queda dentro. A la vez que se produce ese enfriamiento también ocurre un calentamiento debido al propio aire que rodea al botijo, razón por la cual la capacidad de refrigeración botijera no es infinita sino que se limita a actuar durante unas siete horas.

El nada simple mecanismo de un botijo implica variables termodinámicas como volumen y temperatura inicial del agua, tiempo, humedad del aire, área de superficie de la vasija o el coeficiente de radiación de calor, valores que Pinto y Zubizarreta integraron en dos largas ecuaciones diferenciales.

Con ellas se puede ahora cuantificar la variación de temperatura que sufrirá un líquido al meterlo en cualquier recipiente de cerámica porosa, aunque a los profesores se les olvidó que el agua del botijo siempre sabe mejor y más fresca sea cual sea la situación. ¿Será la nostalgia? ¿Será el toque de anís con el que se curó el barro después de cocerlo? ¿O quizá la ilusión de beber a gallete y reconectar con nuestro pasado?

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