Cuando se anunció que iba a cerrar el último bar del pueblo vecino, el abuelo sacudió la cabeza con gesto apesadumbrado. «Un pueblo, sin bar, se muere», sentenció. No tanto porque vaya a verse privado de artículos de primera necesidad como el vino o la ... cerveza –eso siempre puede encontrarse en una tienda de alimentación y consumirse en casa– sino por el papel que juegan los negocios de hosteleria como escenarios de la vida social.
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En esos tubos de ensayo de la humanidad que son los pueblos de unos pocos cientos de habitantes, se aprecia con más facilidad. Como si al verlos a través de un microscopio nos dieramos cuenta de que es en los bares donde se desarrolla el ritual lúdico que ayuda a sobrellevar la rutina, donde corren las noticias –no el runrún de la actualidad mediatica, sino las que de verdad interesan– o donde algunas personas tienen quizá la única conversación que mantendrán a lo largo del día.
Si el bar en cuestión se esmera, incluso puede ejercer de polo de atracción en la comarca. Es ahí donde los lugareños avistan forasteros y mantienen contacto con el resto del mundo. Pero no hablamos tanto de esos bares que abren solo los fines de semana o en temporada alta, para abrevar a los veraneantes. Sino de los que mantienen el fuego encendido incluso cuando en la barra no se acodan, con suerte, mas de cuatro almas.
Cuántos esfuerzos se ahorraría la administración contribuyendo a que estas tascas de pueblo no cerraran la persiana. Un bar abierto es casi como un centro de día, capaz de suplir una panoplia de servicios públicos. Sin embargo, todos esos servicios juntos no son capaces de insuflar a un pueblo la energía que le proporciona un establecimiento de hostelería.
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Un estudio reciente de alguna universidad americana que ahora no viene al caso se preguntaba por la alta esperanza de vida en nuestro pais, siendo como somos bebedores, fumadores y pendencieros. Concluía que la clave estaba en mantener una vida social activa hasta edad avanzada, sentir que se forma parte de una comunidad. Ergo, los bares alargan la vida. Mi abuelo, por cierto, llegó a los 96, y hasta el penúltimo dia de su vida no faltó al bar de la plaza del pueblo.
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