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Un hombre toma el aperitivo en un bar, en una fotografía de Pando Barrero (1961). R. C.
La importancia  de llamarse «bravo»

La importancia de llamarse «bravo»

Baratas, sabrosas y saciantes, las patatas bravas tenían todo lo necesario para conquistar la España de posguerra pero... ¿por qué las llamamos así?

ANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA

Viernes, 1 de julio 2022, 11:55

Como en anteriores capítulos ya les he destripado un poco la verdadera historia de las patatas bravas, recordarán ustedes quizá que esta receta no nació con ese nombre. En realidad parece que no fue bautizada de ninguna manera concreta: aquellas novedosas patatas con salsa picante acabaron siendo conocidas con el simple nombre del local en el que se servían, ése que no les puedo desvelar todavía pero que no llevaba la palabra «bravo» ni «brava».

¿De dónde salió entonces su actual denominación? Todos asumimos que es metafórica, ya que según el diccionario de la Real Academia «bravo» puede significar valiente, arriesgado, fiero, áspero, violento o soberbio, pero en ninguna de sus acepciones aparece el picante. El vínculo picoso sí que asoma en el diccionario de americanismos, que recoge los términos «bravo» y «brava» como adjetivos usados en México, Honduras, Nicaragua, Ecuador y Bolivia para referirse «a un alimento o a un plato de sabor muy picante». ¡Caramba! Si están ustedes familiarizados con la gastronomía azteca probablemente les suenen expresiones como «chile bravo» o «guacamole bravo», aunque barrunto que la receta que aquí nos interesa no la conocerán. Su fama aún no ha traspasado las fronteras del estado de Zacatecas, de donde es oriunda y donde se suele comer como acompañamiento de barbacoa, yescas (carne de caballo o burro seca) o figadete, un aperitivo o antojito a base de chicharrón, cebolla, vinagre, aceite, orégano y queso.

El figadete jerezano –efectivamente, también hay un Jerez en México– se suele servir con frijoles, tortillas de maíz y... salsa brava. Según el Diccionario Enciclopédico de la Gastronomía Mexicana la salsa brava de Zacatecas es una salsa de color rojo hecha con chile guajillo, piquín o de árbol además de ajo, pimienta, cebolla, vinagre y sal. Ni mucho menos es la única salsa «brava» y picantona de México, pero nos sirve como prueba de la diversidad americana en cuanto a bravura gastronómica y mojes bravos.

Cuando a finales de 1959 la hostelera madrileña Aurora Barranco solicitó cambiar el nombre de su bar, 'Sociedad Vinícola Aurora', por el de' Las Bravas' abrió la espita de las patatas a la ídem y además hizo historia del español como idioma intercontinental. En ningún libro, periódico o documento anterior he encontrado el uso en España de «bravo» como sinónimo de picante, mientras que en EE. UU, por citar un ejemplo, hubo ya en 1917 una marca californiana de salsas y condimentos que vendía «Salsa Brava mexicana hot sauce».

El arma contra el hambre

Sin poderlo asegurar, es probable que las primeras patatas picantes que se vieron en Madrid fueran tildadas por algún antiguo residente en Latinoamérica de «bravas». Lo que está claro es que el rebautizo cuajó en algún momento entre 1949, cuando nació la receta, y 1959, que fue cuando doña Aurora –la del Callejón del Gato con los espejos cóncavos y convexos– se subió al carro de una revolución culinaria encarnada en patatas con salsa picante.

Dice el refrán que «si hay patata, el hambre se pasa». Consideradas durante la Ilustración como el arma definitiva contra la hambruna, las patatas fueron también uno de los grandes alivios de la España de posguerra. Incluidas entre 1939 y 1952 en la cartilla de racionamiento, quien podía las comía enteras y quien no, aprovechaba las mondas. Frente al brutal encarecimiento de ciertos alimentos durante los años 40 (el coste del azúcar se multiplicó por 10, el del aceite por 6, el del arroz por 5), el precio de las patatas de estraperlo tan solo se triplicó. Un auténtico chollo para la época, teniendo en cuenta que recurrir al mercado negro era casi el único modo de completar las irrisorias cantidades del racionamiento.

Seguramente la súbita popularización del picante después de la Guerra Civil ocurriera por la escasez y la mala calidad de los comestibles. Para enmascarar, ya saben. Cuando Max Aub regresó a España en 1969 tras treinta años de exilio le pareció que todo picaba muchísimo y tan hondo fue su disgusto por aquella metamorfosis culinaria que la mencionó repetidas veces en su libro 'La gallina ciega' (1971). «Ahora, aquí, todo es picante; le echan guindilla a todas sus salsas, y por aquí, seguramente, se deslizará sin ruido el chile a toda Europa. Todo pica: las clóchinas y las gambas, las butifarras y los butifarrones, el 'all i pebre' parece de Puebla o de Oaxaca».

«Brutalidad» en el comer

Aub había vivido en México desde 1942, así que sabía de lo que hablaba. Durante su ausencia la cocina española se había embravecido de tal manera que ya no bastaban las simples guindillas. «Ahora hay 'patatas bravas' y los mejillones arden», escribió. «España ha cambiado hasta de estómago. Tal vez como resultado de la guerra y sus consecuencias tienen éstos más resistencia. ¡Y cuidado que tenemos fama de brutos para comer y se sigue comiendo como en ninguna parte! Hablo de cantidad, pero ahora han añadido a la brutalidad de lo mucho el ardor general del guiso. No creo recordar tan mal. Las angulas, los caracoles, picaban, pero no tanto. Al forrarse las almas también lo hicieron los estómagos».

El escritor estuvo de visita apenas tres meses, pero le dio tiempo a probar aquellas patatas bravas que habían transformado España.

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