![GASTROHISTORIA: La posguerra, mejor con picante](https://s1.ppllstatics.com/hoy/www/multimedia/202206/17/media/cortadas/gastrohistoria-kN6E-U170450317577FII-1248x770@Hoy.jpg)
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Hace 300 años picaban las avispas, el sol y las palabras mordaces. Aunque la comida también podía «picar», esa palabra no tenía en el ámbito gastronómico el mismo significado que le atribuimos hoy en día. Según el diccionario de la RAE de 1737 un alimento picante era aquel que tenía acerbidad o acrimonia y exacerbaba el sentido del gusto, mientras que entre las diversas acepciones del verbo «picar» figuraba la de «exasperar el paladar alguna cosa que se ha comido de qualidad ardiente como es la pimienta, rábano, cebolla, etc.». Todo lo que fuera acerbo (es decir, amargo o desabrido al gusto) o resultara mordaz al comerlo podía calificarse de picante, puesto que dejaba en la lengua una impresión desapacible, como si la hubieran pinchado con un pico u otro instrumento punzante.
Antiguamente se habían usado los términos «pungente» o «pungir» (punzar, herir con un objeto puntiagudo) para describir esa misma sensación irritante, pero durante el siglo XVII la familia léxica picantona comenzó a ganar popularidad para referirse a viandas tan distintas como el vinagre, el queso, la cebolla, el ajo, la mostaza o la pimienta negra.
Cuando llegaron de América los ajíes, chiles o pimientos de Indias se describió su sabor como «caliente», «ardiente», «mordiente» y por supuesto como «picante». De aquella planta hasta entonces desconocida dijo en 1535 Gonzalo Fernández de Oviedo que «da muy buen gusto e apetito con los manjares, así al pescado como a la carne, e es la pimienta de los indios [...] No es menos agradable a los cristianos, ni hacen menos por ello que los indios, porque, allende de ser muy buen especia, da buen gusto e calor al estómago; e es sano, pero asaz caliente» (sic).
Según el cronista de Indias, en aquella época el ají americano ya había conquistado España e Italia y se usaba para despertar las ganas de comer o como potente sustituto de la pimienta común. Lo curioso es que al aclimatarse al Viejo Continente el rabioso ají fue perdiendo poco a poco su fiereza: aquí se potenciaron sus variedades dulces, más acordes al concepto de verdura, mientras que las ricas en capsaicina se reservaron para utilizarse como condimento.
Las guindillas y el pimentón picante adquirieron popularidad, sí, pero a finales del siglo XVIII la pasión por la comida picosa era tan rara como para que el botánico Antonio José de Cavanilles hiciera mención a ella en sus 'Observaciones sobre la historia natural, geografía, agricultura, población y frutos del reino de Valencia' (1795-1797). Al hablar sobre el pueblo de Chelva apuntó que sus vecinos tenían «una pasión desmedida por lo picante. No hay bastantes pimientos picantes para los de Chelva: ellos sirven al común del pueblo de salsa y de sustento, parece increíble gozar tanta robustez con tan corto alimento». La afición por quemarse la lengua debía de ser algo típico de Levante, ya que pocos años antes la RAE había definido «picor» como una voz usada en el Reino de Murcia para «el picante o escozor que resulta de haber comido alguna cosa».
Todo este largo preámbulo sobre la picosidad sirve en realidad para explicar una cualidad fundamental de las patatas bravas, receta a cuyos orígenes y misterios se dedicará servidora durante varias semanas. Las bravas si no pican no son bravas, y punto. Serán patatas fritas con salsa de tomate, alioli, mahonesa o mejunjes varios, pero nunca podrán ser auténticas bravas porque lo que distinguió a este plato cuando nació fue precisamente que era picante.
Y aunque ahora nos pueda parecer extraño, en la España de posguerra lo picante todavía era novedoso. Fue en 1945 cuando Joaquín Vela, un conservero de Mendavia (Navarra), decidió embotar por primera vez el pimiento picante que en su pueblo se llamaba «villano» y ahora nosotros conocemos como «alegrías riojanas».
Por esa misma época nacieron en el bar Talento de Bilbao los célebres «tigres» o mejillones con tomate picante, mientras que la primera salsa picante de bote, la catalana Texaco, se registró como marca en 1954.
El picante no es un gusto ni un sabor, sino una sensación inducida por sustancias como la capsaicina del chile, la piperina de la pimienta o el isotiocianato presente en el wasabi y la mostaza. Nuestro cuerpo reacciona a ellas con sudoración y palpitaciones, pero también produciendo endorfinas y sensación de saciedad.
Bienestar y quitarse el hambre eran dos cosas que los españoles de posguerra necesitaban desesperadamente, vayan ustedes a saber si fue por eso por lo que cogimos tanta afición al picante. Lo que está claro es que fue de repenterre: Max Aub tuvo que exiliarse en 1939 y cuando volvió tres décadas después abominó de aquel reciente y picoso fervor, llegando a denominarlo «el peor resultado de la guerra civil». Para su disgusto el sabor de España había cambiado y las patatas de los bares ya no eran como él las recordaba, sino «bravas». Aub fue testigo de ese cambio y también una de las primeras personas en utilizar la expresión «patatas bravas», pero de eso hablaremos la próxima semana.
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