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En el dinámico mundo de la cocina, dos jóvenes chefs han encontrado no solo su pasión, sino también una bonita amistad. Se trata de Gonzalo Tapia y Alberto Vadillo, ambos nacidos en el 2000, un año famoso por el temido efecto Y2K. Aunque los sistemas informáticos final y afortunadamente no fallaron, sí que nacieron dos criaturas que, según aseguran, pretenden revolucionar la gastronomía emeritense.
Su historia conjunta tuvo un primer acercamiento en las aulas del instituto, donde coincidieron un par de semanas antes de que Alberto abandonara el curso. Pero ahí ni siquiera sabían de su pasión por la cocina. Años después, el destino los reunió en los fogones del restaurante Prima Porta, donde tuvieron una conexión casi instantánea.
«Nos bastó hablar unos minutos para darnos cuenta de que teníamos en común la misma forma de ver y sentir la gastronomía», cuentan. Y eso que sus primeros pasos estaban muy alejados de las cazuelas... De hecho, Gonzalo empezó su formación con un grado superior de placas solares, pero su primo, que tenía un bar, le pidió que le echase una mano los fines de semana y ahí fue donde le picó el mosquito de la hostelería. Le gustó tanto que dejó las placas a un lado y comenzó entre semana en otro establecimiento de Mérida, donde sus compañeros le animaron a estudiar, así que finalmente se matriculó en el grado medio de Cocina de la escuela de Orellana.
Al acabar estos dos años, realizó las prácticas en Aponiente, el prestigioso restaurante de Ángel León, el chef del mar. Cuando regresó a Mérida, y gracias a esta experiencia que traía en su mochila, le salieron varias ofertas de empleo. Una de las primeras entrevistas que realizó fue para Prima Porta, un proyecto nuevo y ambicioso regentado por Roberto Sebastián (Sr. Pato, Moma, Rainha do Mar...) que, aunque cuenta con varias estancias y hasta un reservado formal, se define como una 'gastro-cervecería'. Allí se sentó a hablar con Alberto Vadillo, quien cuenta que «entre cocineros apenas hacen falta unos minutos de conversación para saber si estás en la misma sintonía. Gonzalo me dijo que tenía más ofertas, pero que le había encantado el proyecto. Yo creo que los dos quisimos enseguida que el otro fuera nuestro compañero». Así que Gonzalo se quedó. De hecho, son los dos únicos profesionales que continúan desde la apertura del negocio, allá por julio de 2023.
Los primeros meses fueron «terribles». El restaurante se encuentre en la que posiblemente sea la vía más turística de Mérida, pues baja del Teatro Romano hasta la puerta de la Villa (calle José Ramón Mélida). Entre el Festival Internacional de Teatro Clásico, el Stone & Music, el turismo intensificado en verano y los contratiempos propios de una apertura (como varias ocasiones en las que se les fue la luz y tuvieron que limpiar el pescado con el flash del móvil), cuentan que hubo días en los que echaron hasta 16 o 17 horas de trabajo.
Y es que, aunque son jóvenes, no dejan de ser conscientes de que su puesto de jefes les hace tener mayor responsabilidad.«Aunque tenga el día libre, no estoy tranquilo en casa si sé que aquí tienen jaleo», asevera Alberto. «Y también sabemos que esto es un negocio y las cuentas tienen que salir, así que cuando hay que apretar, por muy buen rollo que tengamos, apretamos y nos ponemos serios», añade por su parte Gonzalo.
A pesar de la amistad que tardó muy poco en crecer entre ellos, reconocen haber tenido roces fruto del cansancio, pero no han discrepado en la ejecución de ningún plato. «No tenemos ego para eso, normalmente a uno se le ocurre una idea y la terminamos entre los dos», apostilla Gonzalo. Aunque hay otros compañeros en la cocina, ellos asumen el grueso del trabajo y se reparten la carga como un matrimonio moderno, con comunicación y equidistancia.
Fuera de su horario laboral, quedan para comer juntos y probar cosas nuevas. Alberto cuenta que miran la carta por separado, seleccionan los ocho platos que más han llamado la atención de cada uno y suelen coincidir en al menos seis. Por lo que creen que esa similitud en gustos y forma de ser les ha ayudado a hacerse íntimos.
Alberto habla con pasión de las salsas, de las capas de sabores, de los aceites y de las deshidrataciones. Pero no esconde que empezó en la gastronomía «de chiripa». Tenía un amigo cuya pareja estudiaba Panadería y Confitería en Montijo. Por las tardes ella practicaba con él en casa los dulces que había aprendido por la mañana en las clases y llamaban a veces a Alberto para que les diera el visto bueno.
Poco a poco se fue interesando este mundillo y decidió, junto a su amigo, matricularse también en esta formación. «Saqué notas altísimas, notas que no había sacado yo en la vida, que jamás quise estudiar», rememora. Así que cuando acabó, empezó a trabajar elaborando los postres en algunos restaurantes de Mérida, pero como le sobraba tiempo, ayudaba con los platos salados. «Ahí fue cuando decidí estudiar Cocina y me gustó mucho más, me apasionó». Pasó por un par de proyectos en Madrid, de los que destaca Papúa, donde asegura que aprendió muchísimo.
Mientras la mayoría de jóvenes de su edad están terminando sus estudios, Alberto y Gonzalo ya llevan casi un año liderando un equipo con muchas horas, esfuerzo y algún que otro corte de por medio. Sin embargo, reconocen no tener miedo a quemarse a causa de la ya conocida dureza de la hostelería. Al contrario, estos chefs están decididos a dejar su huella. De hecho, aunque sus planes de futuro son «todos y por ahora, ninguno», no esconden que les gustaría mucho llevar un restaurante gastronómico, con unas diez mesas y un menú degustación exclusivo. Con una creatividad tan disruptiva como el cambio de milenio y una ambición que ha crecido con ellos, seguro que sus planes de futuro no nos dejarán indiferentes...
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