Los calamares en los 60 eran como los langostinos en los 70: el lujo gastronómico de la clase media. Tenía diez años cuando me presenté a un examen para una beca. Yo no sabía de qué iba aquello, pero cuando acabé la prueba, apareció mi padre con un bocadillo de calamares e inmediatamente entendí que las becas iban a ser fundamentales en mi vida y los calamares quedaron grabados para siempre en mi memoria sentimental como el culmen de la delicia gastronómica.
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El primer calamar extremeño del que se tiene constancia escrita acabó en la basura. Da cuenta de su aparición el polígrafo Publio Hurtado en su libro 'Recuerdos cacereños del siglo XIX', donde cuenta cómo en 1857 o 58, llegó un calamar a Cáceres desde Sevilla y el agasajado con tal presente lo cogió con unas tenazas, se lo enseñó a los vecinos para que hicieran chanza y mofa de aquel bicho tan feo y lo arrojó a un vertedero.
En aquella época, el pescado de mar en Extremadura se reducía a la trilogía bacalao, sardina salada y besugo en escabeche. «Es Cuaresma la estación del pescado y del sermón» y en el refrán estaba condensada la mala fama de los productos del mar, que en Francia provocó que se llame a las personas abadejo, barbo, arenque, bacalao o caballa con carga peyorativa, o sea, un pescado es un insulto y un refrán francés lo refrenda: «La carne hace carne y el pescado hace veneno».
El paso del tiempo, la desacralización de la Cuaresma, que en la Edad Media llegó a durar 160 días, y la sofisticación gastronómica han ido acercando los productos del mar a la mesa y el calamar vulgar, que solo era conocido y comido en el Mediterráneo, es hoy plato universal y más en España, donde los calamares fritos a la romana son comida castiza.
Curiosamente, en la ciudad de Roma nadie conoce los calamares a la romana al igual que en Málaga se sorprenden si un extremeño pide una rosca de Málaga o en las pastelerías de Nápoles no entienden nada si llega un español pidiendo una napolitana. Gastronomía y geografía casan tan mal que los calamares a la romana se llaman ahora a la andaluza y nadie sabe dar fe del porqué del cambio de gentilicio.
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El caso es que, aprovechando que estamos en Cuaresma, nos hemos ido en busca de platos santos y nos ha dado por buscar los mejores rejos de Cáceres. Ya saben, los rejos son las patas del calamar, plato humilde donde los haya, pero que gusta mucho a los jóvenes y en esa combinación infalible entre el estudiantado extremeño de litro y ración a 7 euros, los rejos son la estrella.
En Cáceres, cada pandilla tiene sus rejos favoritos. Para unos, los mejores son los del bar Salas por San Blas. Para otros, no los hay como los del Vilches, por La Mejostilla. Nosotros hemos venido al bar Kolón, al final de Ronda del Carmen, en busca de este plato de Cuaresma y de siempre.
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«Tras probar los rejos de cinco distribuidores de Villanueva de la Serena, Moraleja y Cáceres, hemos dado con el que nos gusta: un rejo ni muy grande ni muy pequeño», cuenta Ramón Llano Garlito (Cáceres, 1974). Ramón es un hostelero marcado por la letra K. Ha llevado El Kiosko y La Kochera en Brozas y desde el pasado 12 de julio regenta el bar Kolón de Cáceres.
«Maceramos los rejos en aceite, ajo y especias secretas durante 24 horas y luego los enharinamos y freímos en aceite muy caliente. Los servimos sobre una base de patatas fritas rizadas», detalla al tiempo que llega a la mesa una suculenta y abundante ración de rejos de calamar, ese molusco cefalópodo que hace 150 años arrojábamos a la basura y ahora nos comemos con delectación. Estos rejos del bar Kolón están en su punto de crujido y de blandura, sabrosos y sin asomo de excesos de sal, aceite o rebozado.
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Tiempo de Cuaresma... Tiempo de raciones de rejos y de rabas más un litro de cerveza o de tinto de verano... ¡Viva la penitencia estudiantil!
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