Cuando llegué a Galicia en 1981, mis compañeros del instituto me llevaban a Casa Avelino, un bar de Vilaxoán (Vilagarcía de Arousa), a tomar algo. Yo esperaba buenos platos de pulpo y marisco con vino del Ribeiro, pero lo que tomábamos era queso holandés de contrabando y un desconocido vino blanco embotellado sin etiqueta al que llamaban Albariño. Pocos años después, aquel queso se vendía en el supermercado y el albariño dejaba de ser un vino de cosecha propia envasado en casa para convertirse en el blanco más prestigioso.
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En los 20 años que pasé en O Salnés, subzona clave de la D.O. Rías Baixas junto con O Condado y O Rosal, al llegar septiembre, me apuntaba a unos cursos inolvidables del Centro de Profesores y Recursos. El tema era el conocimiento cultural del vino Albariño. Recibíamos un par de clases teóricas sobre el asunto y muchas clases prácticas visitando viñedos y bodegas justo cuando estaba la vendimia en su punto. Además, también estudiábamos, con rigor y erudición, la gastronomía de la ría de Arousa. Y ahí ya no había queso holandés, sino los auténticos productos de la tierra.
Los profesores de aquellos cursos eran dos maestros de Ribadumia y Vilagarcía socios fundadores de las bodegas Martín Códax de Cambados, base comercial y buque insignia del crecimiento y prestigio del vino Albariño o Rías Baixas. Martín Códax agrupa hoy a 270 socios que sacan al mercado cada año seis millones de botellas: el 20% de la producción total de vino Albariño.
Con este pasado, se entiende que días atrás asistiera en el restaurante La Morocha de Cáceres a una cata de vinos de las bodegas Martín Códax con verdadera emoción. Cada trago activaba mi memoria y las explicaciones del sumiller redondeaban la experiencia. Aquí he de hacer una mención especial a José Antonio Frías. Este señor es extremeño, de Mérida, y responsable de las bodegas Martín Códax para Extremadura y el sur de España. Explicaba cada vino con una profesionalidad admirable, sabiendo decir lo justo, con amenidad y rigor.
Javi y Emiliano, al frente del restaurante, prepararon un menú francamente divertido que congeniaba con cada uno de los blancos gallegos: una patata cocida rellena de pulpo encebollado era complementada por Anxo, un Albariño del Rosal con toques de lichi, de cítricos, de fruta madura; el Godello Mara, sedoso y con notas de membrillo y de manzana verde, lo tomamos con unos sabrosos mejillones de las Rías Baixas, donde se produce el 80% del mejillón mundial. Siguió Alba, un albariño clásico del Salnés con toque salino, como el de la manzanilla de Sanlúcar, que maridaba con un arroz con alga codium y calamar de fondo, donde se luce Jorge, chef de La Morocha formado con Quique Dacosta.
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Llegó después el buque insignia: Martín Códax, redondo, magnífico, complejo, perfumado, en compañía de porco celta, o sea, el cerdo autóctono con el que los gallegos intentan replicar al ibérico (en vinos blancos, ganan, en cerdo, pues como que no). Acabamos con el Organistrum, un albariño cremoso con notas de madera perfecto para postres, que disfrutamos con una performance de tarta de Santiago, bizcocho de chocolate, helado de turrón, ganache de chocolate y mousse de café. Dicen que los albariños pierden cuando salen de Galicia, pero tanto estos de La Morocha como los Martín Códax que me regala mi amigo Quico Redondo cada vez que voy por Vilagarcía saben tan ricos en Cáceres como en el Val do Salnés. Y una recomendación: si van por las Rías Baixas en verano, no se pierdan los conciertos de las Noches de Martín Códax en los jardines de la bodega.
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