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Cómo catar una torta

Cómo catar una torta

Guía para entender el milagro gastronómico que se produce en Casar

Miércoles, 28 de octubre 2015, 08:33

La semana pasada fui jurado en una cata de quesos. No tengo méritos ni títulos que me avalen para decidir el ganador de la XV Cata Concurso Torta del Casar salvo que he tomado muchas tortas desde niño, que en 2008 fui premiado como defensor de la torta y que mi madre, siendo joven, incluso niña, era una fabulosa maestra quesera aficionada: elaboraba en Ceclavín unos magníficos quesos de cabra y me demostró su destreza milagrera cuando hace un par de años le regalé un quesito asturiano algo insulso, de pasta dura y blanca que se resquebrajaba al cortarla, pero ella, a base de sudarlo, o sea, de pasarle la mano mojada en agua, vuelta y vuelta, cada día , durante una semana, consiguió convertirlo en un delicioso queso cremoso y delicado.

El caso es que con esos frágiles antecedentes me planté en la cata concurso y fui testigo, más que nunca, del porqué de la magia de la torta del Casar, el único producto extremeño que encuentro en las tiendas de delicatessen de los aeropuertos y que encabeza las cartas de entrantes de los restaurantes de Nueva York.

La torta del Casar es un alimento vivo, una obra de arte en la que cada creación es diferente porque cualquier detalle influye para dar el salto de lo bueno a lo magistral, de lo interesante a lo maravilloso o viceversa. Porque a pesar de lo mucho que se ha avanzado en su homogeneización y regularidad, lo cierto es que, afortunadamente, sigue siendo un queso que deja margen a lo imprevisible, al detalle, a la magia milagrosa del cuajo, la leche, la climatología... Y ese punto de incógnita, aunque cada vez sea menor, otorga a la torta un valor del que pueden presumir muy pocos alimentos.

El caso es que me senté ante una colección de seis tortas, seleccionadas como las mejores entre las que competían por el título, y empezó la cata. Para discernir la mayor o menor calidad de una torta del Casar hay que fijarse en determinados parámetros. Así, a primera vista, la mejor torta no puede ser demasiado alta ni demasiado plana, ha de tener un color externo uniforme, ni muy claro, ni muy oscuro, un ocre discreto.

Una vez abierta la torta y retirada la 'tapa', la pasta no puede tener grumos ni zonas más blanquecinas, la cremosidad debe ser uniforme y delicada y y su color, también uniforme. Llega entonces el momento sublime de olerla y probarla. Para catarla, no se debe comer pan, pues el sabor se enmascara y no permite apreciar los matices. Y había matices, vaya si los había. Porque el que suscribe ha probado muchas tortas a lo largo de su vida, pero de una en una, no seis a la vez. Es esa experiencia comparativa la que permite llegar al éxtasis incrédulo: ¿cómo es posible que un mismo producto pueda ofrecer seis matices tan sugerentes y diferentes? Ni el vino, ni el jamón, ni el marisco, ni el caviar... No conozco ningún alimento capaz de dejar seis sensaciones tan distintas, todas positivas, al probar seis unidades elaboradas igual y con los mismos ingredientes.

Entre queso y queso, tomábamos lascas finas de manzana verde doncella con el fin de preparar el paladar para la siguiente cata. Así podíamos distinguir el aroma en boca agradable, ni picante, en la punta de la lengua, ni ácido, en la parte trasera de esa lengua, ni irritante o amargo en la parte superior de la nariz, con su puntito de sal, que no salado, su retrogusto, su persistencia final. ¡Y cómo persiste en el paladar el sabor de la torta!

Puntuamos y ganó una torta presentada por la empresa Los Casareños. Me fui tranquilo a casa porque había puntuado más o menos igual que los expertos con los que compartí el jurado, a saber: un académico de la gastronomía (Juan Pedro Plaza), un sumiller de categoría (Sergio Castillo), un profesor de Cocina (Rafael Rivero) y un triunfador en Masterchef (Mateo Sierra). Juntos asistimos, otro año más, al milagro del queso, al prodigio secular de la torta del Casar.

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