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El otro día fui a comer a un restaurante japonés de Cáceres y mientras llegaba la comida me entretuvieron con unas vainas que parecían guisantes lágrima o judías verdes, pero que, parece ser, se llaman edamame. Yo miraba aquella cosa verde y recordaba las tapitas que te ponen en otros restaurantes: un poquito de carrillera con patatas panadera, un vasito de salmorejo con jamón, una cucharadita conteniendo un huevecillo de codorniz sobre una rodajita de pulpo y una minucia de parmentier... Y me desesperaba. ¿Pero cómo es posible que me pongan esta especie de vaina de guisante de aperitivo? Y lo peor es que me he enterado de que el tal edamame es carísimo y que es todo un detalle que en un restaurante te pongan esta vaina japonesa como aperitivo.
Ya tengo dos tapas que me ponen de los nervios: los chochos de siempre y los edamame recientes. He escrito en alguna ocasión que cuando llego a un bar, pido una caña o un vino y me ponen un plato de altramuces para acompañar la bebida, tengo la tentación de pagar y marcharme. Resisto por educación, pero cuando veo que a los clientes de al lado les ponen platos de ensaladilla, barquitos de paella, tapas de tortilla o cuencos de calamares rebozados, los nervios me bloquean, la desesperación me supera y me olvido de la prudencia, la urbanidad y la sensatez: pago y me marcho.
Bien, rebajaré mi nivel de excitación y diré la verdad: si viene mi mujer conmigo, me como los chochos y hasta pongo cara de paladearlos y de estar asistiendo a un acto de coherencia nutritiva y buen hacer alimenticio. Porque según mi mujer, y con ella toda una legión de especialistas y nutricionistas, los chochos son uno de los mejores alimentos que existen en el mercado, una delicia alimenticia y un tesoro de fibra y proteínas vegetales, además de no aportar grasas ni calorías y ser el alimento perfecto para no engordar al tiempo que saneas tu cuerpo.
Pero, ¿y mi espíritu? ¿Qué sanea más mi espíritu, la albóndiga o el chocho? Vale, concedo que el altramuz es pura dieta mediterránea y la albóndiga es un preparado de origen árabe convertido en cajón de sastre donde caben las sobras de la carne o del pescado y un montón de fibras y grasas. Aunque no siempre será así y supongo que algunas se harán con carnes nobles. Pero vamos a lo del espíritu. Uno acude al bar para disfrutar de su cañita, su vinito y su tapita, o sea, ese cuenco con unas albóndigas, unas patatitas, un poco de salsita y una rebanadita para hacer un mini barquito: ese operativo naval en el que, armado de pan, vas abordando albóndigas y patatas, reconfortando el espíritu, animándote, relajándote y sintiéndote feliz. ¿Pero los chochos?
Dicen que con los altramuces se puede hacer humus, se puede hacer ceviche, son adictivos, bajan el colesterol, favorecen el tránsito intestinal y, llegados desde Egipto, forman parte de nuestra más remota tradición. Prefiero el humus de garbanzos que preparan en Cáceres detrás de San Mateo y el ceviche de corvina que sirven en Coria a cien metros del hospital, pero reconozco sus virtudes casi medicinales y su carácter de icono de nuestra memoria sentimental: no olvido que, cuando era niño, los chochos se vendían en cartuchos de papel en las calles de nuestros pueblos y nuestras ciudades. Y, a lo peor, preferir una albóndiga a un altramuz no deja de ser una reacción de nuevo rico, que rechaza los tiempos en que el chocho en cartucho era la única golosina asequible.
Pero este es un tema en el que el entendimiento se me nubla y la racionalidad no me sirve. Cuando un camarero propone chochos o albóndigas, provoca en mi matrimonio una crisis tremenda, crea un ambiente irrespirable y nos obliga a un fingimiento con venganza. «Albóndigas», concede ella con sonrisa forzada. «Chochos», disimulo yo con falsa generosidad. Pero la tormenta se barrunta y estalla impepinablemente en forma de debate irresoluble: ¿Razón o pasión... Fibra o grasa... Chocho o albóndiga?
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Iker Elduayen y Amaia Oficialdegui
Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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