![Comer entre cuernos](https://s2.ppllstatics.com/hoy/www/multimedia/202104/14/media/cortadas/decorustica-kuy-U14049780106SLH-1968x1216@Hoy.jpg)
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Si quiero comer bien, me compro los ingredientes y me preparo yo la comida o me voy a casa de mi madre o de mi suegra. A veces, decido ir a comer a un restaurante, pero no es solo por comer bien cuanto por pasar un rato agradable en un entorno especial. Y aquí es donde todo se estropea muchas veces y lamentas no haberte quedado en casa.
El otro día comí en un restaurante serrano de Extremadura y la decoración de sus paredes y estanterías estaba compuesta por un dragón, una cobra, una máquina de escribir, un bodegón como de Zurbarán, un cuadro de punto de cruz y varias piezas de cobre, en concreto, un brasero, un caldero, dos cazos y un calentador de cama.
Mientras comía los chochos que me pusieron de aperitivo, yo miraba ora al dragón, ora al bodegón y me inquietaba. Mientras me zampaba las patatas fritas, riquísimas, y el cabrito, delicioso, la vista se me iba de la cobra a la máquina de escribir y me distraía del placer de comer.
La crítica española de restaurantes suele fijarse en la calidad de la materia prima, la variedad de la bodega, la destreza para cocinar los platos y, a veces, en los precios, pero no cuentan qué sucede mientras comes: ¿suena la tele, ponen música de la orquesta de Paul Mauriat, llegan olores desde la cocina, retumban las conversaciones, atruena la cafetera. o no sucede nada de eso?
Comer en un restaurante es una ceremonia completa que comienza con la recepción y la espera, continúa con la decoración, la luz, el servicio, las sillas, la mesa y la vajilla, la cubertería y la cristalería, la mantelería y las servilletas, los ruidos, los olores, los baños, la edición de la carta, las facilidades para dejar el abrigo, el aperitivo, la presentación de los platos, la comida, la bebida, la sobremesa y la despedida.
La idea general es que el precio de la comida estará directamente relacionado con estos factores y, sin embargo, no debería ser así. Un buen menú del día a buen precio no tiene por qué incluir la tele encendida, aunque no te interese, el aroma pegajoso de fritanga, la decoración ecléctica de batiburrillo, la atención descuidada y los baños sin papel. Pero en Extremadura aún nos falta un hervor para conseguir ese equilibrio entre la calidad, el mimo de los pequeños detalles y el precio ajustado.
Vamos avanzando poco a poco, pero aún quedan muchos comedores donde la vitrina de los postres se ha convertido en una estantería-almacén de recuerdos donde conviven el carrito hecho con pinzas de la ropa en clase de Trabajos Manuales (aún no existía la Pretecnología), las flores de plástico desteñido por mil soles, la botella de vidrio recubierta de cuerda amarillenta y polvo del siglo pasado, el botijino de barro, el osito de peluche y la cabina telefónica londinense en miniatura. Llegas, te sientas, haces la comanda, levantas la vista y no sabes si estás en un Todo a Cien o en casa de tu tía Petronila.
Y si preguntas a un colega por el ambiente de tal o cual restaurante, te responde que da lo mismo, que él va a ese sitio solo a comer, que no se fijó en la luz y que le dan lo mismo los colores de la comida porque en comiendo, lo importante es la cantidad, no los detalles, lo que cuenta es masticar y no ver.
Y qué decir de esos comedores de lujo donde almuerzas rodeado de grandes cornamentas de venados, mientras te observan los ojos vidriosos de un gamo disecado y te amenazan los colmillos afilados de un jabalí. ¡Con lo desagradable que resulta comer entre cadáveres!
Tenemos, en fin, magnífica materia prima, recetas auténticas y grandes profesionales. Ahora solo falta atender a los detalles.
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David S. Olabarri y Lidia Carvajal
Iker Elduayen y Amaia Oficialdegui
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