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Mis padres son mayores. Es lógico: si yo soy mayor, ellos tienen que ser muy mayores, entre los 85 y los 90. Están bien, con sus achaques, pero bien. Al decir achaques, me refiero a achaques de octogenarios, esas edades en las que llaman achaque a romperse el fémur o a ponerse un marcapasos. Pero nada, ellos se recuperan de todo y siempre acaban buscando el bar donde ponen los mejores pinchos y las tiendas donde cortan el mejor jamón.
A estas edades, eso de los planes y las dietas suena a tontería, a manía, a pitiminí. Cuando mi hermano le comentó a un médico amigo suyo qué tipo de comida debían tomar mis padres, el profesional, al conocer su edad, respondió que lo que quisieran. A veces, surge el tema de las comidas en casa y mi padre lo zanja con un ejemplo: «Mirad el caso de mi amigo Remigio, que no se murió del corazón, sino de la tristeza que le provocó la dieta».
Estos razonamientos me sirven como justificación para aparecer por casa de mis padres al atardecer con algún paquete sorpresa. Una tarde llevo unas tartaletas de manzana, otra llego con unos bollos suizos o con mi suegra, dos docenas de churros regordos y un litro de chocolate caliente. Mis hermanos se enfadan porque dicen que más que un hijo detallista parezco un asesino en serie que va matando octogenarios a base de chutes de azúcar. Y ni una cosa ni otra. Simplemente, nos gustan los dulces.
Una de las máximas de estas visitas vespertinas a mis padres es la sorpresa. Es decir, procuro no repetirme: si he llevado polvorones de Antequera, que traen en Navidades a mi charcutería, o bodigos de Tamurejo, comprados en una excursión a La Siberia, ya no volveré con esos dulces hasta el año que viene.
Cáceres es una ciudad muy pastelera. Aquí, cada panadería está especializada en dulces de un pueblo de la provincia o de Puebla de Obando. Lo de Puebla de Obando es muy significativo: son los únicos dulces de la provincia de Badajoz que triunfan en la ciudad, debido quizás a que esta población pacense perteneció históricamente a Cáceres. Pero a pesar de esa variedad, la lista de novedades se me estaba agotando y decidí recurrir al obrador que nunca falla: los dulces de las monjas de clausura, ya sean los de las Jerónimas, ya sean los de las Claras.
A estas últimas, les tengo cierto cariño porque, en el tránsito de la niñez a la adolescencia, quise ser santo durante un par de años y, para hacer méritos, iba a misa de ocho a las Claras de San Mateo.
La santidad no la alcancé, pero si llegué a la excelsa dulzura a base de yemas, bolluelas y bizcochos de soletilla. Así que, recordando viejos tiempos de misa y cortaditos de cidra, me acerqué a las Clarisas y, tras cruzarme con un grupo de embajadores árabes que recorrían la parte antigua, entré en el vestíbulo del convento, toqué el timbre que sustituye a la antigua campanilla y, al tiempo que escuchaba a la monja acercarse, saludé, a través del torno muy en mi papel, como cuando quería ser santo: «Ave María Purísima». Yo esperaba un: «Sin pecado concebida», pero la monja se dejó de formulismos canónicos y respondió al más puro estilo luterano y mercantilista: «¿Qué quiere comprar?».
Me sentí un poco ridículo por ser más papista que el Papa y pedí el dulce más divino: «Una docena de tocinillos de cielo, hermana». La sor se rebotó una pizca: «Pues va a tener que esperar porque los tengo que sacar del molde». A mí me pareció que la hermana estaba rozando el pecado venial, pero lo arregló sin necesidad de penitencia cuando, cinco minutos después, me entregó los tocinillos, le di los 13 euros y ella se despidió como siempre se despidieron las monjas: «Dios se lo pague».
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Iker Elduayen y Amaia Oficialdegui
Jon Garay y Gonzalo de las Heras
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