Se acabó el tiempo de las cerezas. La temporada de los tomates da sus últimas bocanadas y estamos en plena época de uvas. La fruta de hueso se va pronto, aunque las ciruelas están en sazón y en el mercado dominical de Ahigal venden unos pimientos rojos y grandes que da gloria verlos. Pronto empezarán a llegar las naranjas de Montijo y de Lobón y la tierra, en fin, nos va regalando sus frutos según se suceden los meses y las estaciones.
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Hay fruteros que son unos artistas: saben escoger la mejor fruta y se recorren la región para tener en sus estantes unas cerezas únicas de Cabezuela o unos pimientos de cuatro caras de La Codosera. Su elección no falla y si te recomiendan que te lleves nectarinas en vez de melocotones, hazles caso porque vas a disfrutar con cada bocado de fruta. Sin embargo, nadie conoce a esos fruteros, no tienen glamour.
Algo parecido sucede con los vendedores de fruta con conciencia que solo despachan productos ecológicos. Es el caso de Lorena Iglesias, frutera del mercado de abastos de Cáceres, que trae la fruta y la verdura del entorno, peras y manzanas del Jerte, hortalizas y frutas de Holguera o de las huertas cacereñas, productos de kilómetro cero, o sea, un esfuerzo impagable para vender calidad y unos principios inquebrantables para apostar por los productores cercanos.
Pero sean sinceros: ¿conocen ustedes a algún frutero famoso, a algún hortelano mediático, a algún agricultor influencer? Pues no, de eso no hay. Existen bodegueros sofisticados, cocineros estrella, afinadores de quesos prestigiosos... Pero los campesinos son todos anónimos y los fruteros, lo mismo. Y no es justo.
El sacrificio y el riesgo que supone cultivar la tierra sin echar el nefasto rondí, producir melocotones pequeños y nada vistosos, pero muy sabrosos, o judías retorcidas y feas de un sabor antiguo y auténtico no está pagado. Cosechar productos que no entran por la vista y son difíciles de vender, pero saben a verdad y a tradición, es un sacrificio muy mal pagado que la sociedad no valora. Hay incluso quien desprecia a los agricultores con conciencia, constancia y principios como si fueran unos pirados sin futuro.
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Pero el camino a seguir es ese y cuanto antes empecemos a avanzar por él, mejor para todos. El hortelano de confianza que vende su producción en el mercado de kilómetro cero, es decir, donde solo se vende lo cosechado en el entorno, es una figura que cada vez tiene más prestigio y más éxito. En las grandes ciudades, ya empiezan a conocerse casos de hortelanos con pedigrí.
El mercado de El Matadero, en Madrid, que se celebra algunos domingos, es una delicia y los agricultores que venden sus productos parecen sacados de un anuncio de 'Florette', pero son auténticos y son así: enamorados de su profesión, meticulosos, delicados, exigentes y naturales.
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En Cáceres también se celebra un mercado de kilómetro cero en la calle Moret y el consumidor se va mentalizando de que no merece la pena pagar poco por algo que no sabe a nada. La calidad tiene un precio y debemos valorarla.
¿Por qué nos ponemos como tontos ante las explicaciones de un bodeguero definiendo su vino y pasamos del esfuerzo del frutero o del hortelano que nos detallan las bondades de una ciruela de Valdivia? Habrá que inventar una guía Peñín de la fruta y unas estrellas Michelín para las verduras, vestir a los fruteros con delantales y gorros glamurosos y regalar una pipa de madera de brezo, una gorra visera de cheviot y una chupa Barbour a cada agricultor a ver si así empiezan a valorarse nuestra fruta exclusiva y nuestros tomates premium.
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