Los mayores de 40, en cuanto escuchamos la palabra gaseosa, empezamos a padecer de nostalgia. Ahora se toman bebidas carbonatadas, que ya vienen con la mezcla hecha y tienen unos nombres un poco raros que funcionan publicitariamente, pero que va a ser difícil que impregnen la memoria y provoquen, dentro de 40 años, accesos de melancolía. No será fácil emocionarse con nombres como Radler o Shandy. Y menos nostalgia provocarán esos tintos de verano ya mezclados que se llaman Sarango, Sandevid, Lerele, Olalá o Tintopía.
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Igual soy un 'karka' desnortado y sentimental, pero a mí me parece que marca más una gaseosa llamada La Esperanza o La Vaquera, historia sentimental de la Sierra de Gata, que un tinto de verano de nombre Kulumutxu. Ya digo que igual son cosas de la edad, pero tú llegas a Madrid, pides un Kulumutxu y más o menos te entienden y te sirven un kalimotxo o similar, pero hace 40 años, cuando uno de Ciudad Real llegó a Madrid y pidió una Higiénica, le respondieron en el bar que las compresas las vendían en la droguería de la esquina.
Antes, cada pueblo extremeño tenía su gaseosa, hoy, la cosa «clara» va por autonomías más que por pueblos y es menos local, menos cercano, menos emocionante. En Cataluña, la Free Damm Lemon; en Aragón, la Radler Ámbar; la Shandy Cruzcampo en Andalucía, la Shandy Estrella Galicia...
Había pueblos tan prósperos que tenían dos gaseosas. Era el caso de Torrejoncillo, con su La Torrejoncillana y su Dux, fabricada por Domingo González Dux, colega de mi abuelo materno, Pedro Núñez de Sande, que hacía las gaseosas de Ceclavín. Además, la gaseosa local une tanto que se convierte en bandera y referencia, hasta el punto de que en Torrejoncillo hay una página de Facebook llamada: «Yo también pedí una Dux fuera de Torrejoncillo».
Conozco dos restaurantes donde, además de comerse muy bien, tienen unas formidables colecciones de gaseosas con historia. Son 'Us Cazadoris', de San Martín de Trevejo, y 'An Ca Milio', de Aceña de la Borrega (Valencia de Alcántara). Como ven, los nombres de ambos son castizos y echan mano de A Fala, en el noroeste de Cáceres, y de los apócopes del habla popular de Extremadura, en el suroeste.
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En San Martín, sobre una estantería, se pueden ver botellas de La Casera de toda la vida, La Esperanza de Gata, La Revoltosa de Béjar, Zar de Ourense, La Angélica de Ciudad Rodrigo, Cano de Jarandilla, De la Cal Martín de Cubillos de San Martín, La Vaquera de Eljas y La Pitusa de Salamanca. Las gaseosas solían tener nombres femeninos (La Molina de Béjar, La Exquisita de Navalmoral de la Mata, La Blasonica de Saelices, Dulcinea y La Minerva de Ciudad Real) y el mecanismo de las botellas era tan ingenioso y bonito que en las tiendas de menaje se siguen vendiendo como elemento decorativo vintage.
La primera fábrica de gaseosa de Cáceres estuvo en un palacio de la parte antigua, en la famosa Casa del Sol, y la abrió el farmacéutico Joaquín Castel, llegado desde Chía (Huesca). Y en Valencia de Alcántara, gran ciudad y muy poblada en el tiempo de las gaseosas, hacían dos de mucha calidad. Una tenía nombre solemne: La Verdadera Familia. La otra tenía nombre popular: La Antoñita.
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Estas dos, junto con otras como las madrileñas La Cenicienta o Gran Vía, la morala Álvaro Casas, Loreto, de Talavera de la Reina y La Antigua o La Cenicienta adornan las paredes de An Ca Milio. Nuestro refresco, nuestra romería, nuestra Virgen, nuestras canciones, nuestro vino, nuestra chanfaina... Localismo gaseoso, nostalgia en vena.
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